
Hay algo profundamente revelador en la forma en que Asturias trata a su industria: como si fuera una reliquia incómoda de un pasado que estorba a los modernos apóstoles del birlibirloque. ArcelorMittal, ese gigante que todavía da trabajo a miles de asturianos en Gijón y Avilés, tiene que rogar —como si pidiera limosna— para que Bruselas no la asfixie y Madrid no la empantane. Ni carbón, ni acero, ni barcos. Solo promesas, aplausos y subvenciones mal diseñadas.
La empresa lo ha dicho claro, pero aquí nadie escucha.
Necesita estabilidad, energía barata y decisiones rápidas. Lo que recibe son trámites eternos, ministerios que se contradicen y comisarios europeos que entienden de todo menos de hornos altos.
Los directivos de Arcelor lo saben: cada mes que pasa sin claridad es un mes más cerca de llevarse la inversión —y el futuro— a otra parte.
¿El proyecto estrella? Una planta de reducción directa con hidrógeno y un horno eléctrico híbrido. Mil millones de euros que podrían modernizar la producción siderúrgica asturiana. Pero no, Bruselas sigue enroscada en sus propias normas y Madrid prefiere repartir subvenciones para placas solares en urbanizaciones antes que defender una industria con músculo real. Y así, el acero verde se queda en humo. No por falta de tecnología, sino por exceso de idiotez política.
Y mientras tanto, en el Principado… silencio.
Barbón, ese presidente tan eficaz en Twitter como inofensivo en Bruselas y sumiso en Madrid, no ha hecho nada digno de mención. Ni presión política, ni liderazgo, ni una defensa clara del futuro industrial asturiano. Eso sí, discursos de sostenibilidad, los que quieras. Pero de industria, ni idea. Se diría que su equipo está más preocupado por quedar bien con Teresa Ribera y Pedro Sánchez que por salvar los empleos de Avilés. Por si fuera poco el tuitero regional anunciaba que si Arcelor se iba de Asturias buscaría a “un tercero que produjera acero». Claro, Barbón. Porque encontrar un “tercero” que invierta mil millones en siderurgia asturiana es tan fácil como pedir un taxi. Y siempre tendrás a Ramonzón de la Panera para ello:
El PP asturiano tampoco da la talla. Ha criticado al gobierno regional por su inacción, cierto, pero sin músculo ni estrategia. Han convertido la oposición en un acto administrativo. Una queja rutinaria y sin fuerza. Ni una propuesta seria, ni una ofensiva parlamentaria, ni una convocatoria pública para poner el tema en el centro del debate. El acero no da votos rápidos, y eso se nota.
Álvarez-Cascos, al menos, sabía lo que tenía entre manos.

Cuando en 2009 se cerró el Alto Horno de Gijón, no se mordió la lengua: señaló directamente a Miguel Sebastián, ministro de Industria, y lo acusó de matar al acero asturiano con sus políticas eléctricas suicidas. Luego, ya como presidente, defendió con firmeza la centralidad de Arcelor en el tejido económico regional. Puede que, dicho por él, no gustara a los afectados, pero sabía, como saben los asturianos, que sin industria pesada no hay Asturias posible.
Hoy nadie se atreve a hablar así. Nadie levanta la voz. Nadie da un golpe sobre la mesa. La política asturiana está poblada de oficinistas del poder, no de líderes. Y mientras tanto, Arcelor empieza a hablar en pasado. La inversión se paraliza, los proyectos se reprograman y la palabra “India” aparece en más de un despacho.
¿Qué hace falta para que despierten?
¿Un cierre completo? ¿Otra deslocalización como las que arrasaron nuestras cuencas? ¿Una protesta con humo negro para que por fin se vea que aún queda fuego bajo la chatarra?
Porque esto no es solo acero. Es una forma de vivir, de producir, de pertenecer a algo que no se derrumba con la primera subvención verde. La industria no es nostalgia: es futuro. Y quien no lo entienda, que se baje del cargo y se meta a gestor de coworkings con wifi ecológico.
Asturias no puede permitirse más Barbones de salón ni populares de pasillo. Necesita coraje, visión, y una maldita vez alguien que entienda que un horno cerrado no se reabre con un tuit.
Así que más vale que despierten. Porque cuando el acero se va, no vuelve. Y la historia no suele perdonar a los que bostezan mientras el mundo cambia de era.

Español e hispanófilo. Comprometido con el renacer de España y con la máxima del pensamiento para la acción y con la acción para repensar. Católico no creyente, seguidor del materialismo filosófico de Gustavo Bueno y de todas las aportaciones de economistas, politólogos y otros estudiosos de la realidad. Licenciado en Historia por la Universidad de Oviedo y en Ciencias Políticas por la UNED