
Cuenta la leyenda que, años ha, en un lugar no tan lejano, vivía un cortesano que era comedido en todo, excepto en una cosa: se preocupaba mucho por su apariencia. Un día, dos de sus amigos le dijeron que podían fabricar la gestión más suave y delicada que pudiera imaginar. Esta supuesta prenda —añadieron— tendría la especial capacidad de ser invisible para cualquier estúpido o incapaz para su cargo.
Por supuesto, al final no habría prenda alguna; no obstante, continuamente, esos dos pícaros y otros adláteres que vinieron a continuación simularían que trabajaban en la misma, pero se quedarían con los ricos materiales que solicitaran para alcanzar tal fin. Así, en exacerbado desparrame onírico de «Gran Memolo» (el que se mola a sí mismo), el cortesano decidió hacerse político y pensó que gestionar un país era tan fácil como jugar al escondite en el parque. Sin ser el más votado, se erigió como el rey de la comunidad.
Aquellos que se atrevían a señalar que su traje era, en realidad, un espejismo, eran rápidamente tachados de fachas y “bulistas de profesión” (propagadores de bulos), como si la verdad fuera un monstruo que solo él podía ver. De esta manera, en su reino de taifas, con premeditación, alevosía y parsimonia, fue creando una organización emuladora de un drama del propio Dante, que se fue llenando de susurros quedos y silencios incómodos: se pensaba en voz baja:
“¿Quién se atreve a decir que nuestro rey está desnudo?”
Pero claro, en un mundo donde la realidad se confundía con la ficción, donde el apesebramiento, la placidez subsidiada y el hipotético estado de bienestar cortoplacista era lo que imperaba, lo importante era que el espectáculo continuara. ¡Pan y circo, cuál circo romano! ¡Viva la política moderna!
En su sociedad, las posturas se volvieron polarizadas, por no decir antagónicas; por ejemplo, en el aspecto cotidiano y terrenal, ya no era tan común poder apreciar ciertas características de jugadores en equipos de élite: ahora, había que elegir un bando. Si gustaba un jugador de un equipo rival, era como si se estuviera traicionando al propio. Dicha dinámica se extendía a muchos aspectos de la vida, incluyendo la política y las creencias sociales y religiosas.
En la política, ser liberal en lo social y conservador en lo económico parecía casi imposible. Cada persona tendía a encasillarse en categorías muy definidas, y los matices o claroscuros que antes permitían una conversación más rica y variada habían desaparecido.
Era como si el tono gris se hubiera esfumado, y todo se redujera a blanco o negro.
O se identificaban con el progresismo, el ecologismo, el feminismo y el activismo social, o se alineaban con una visión más conservadora que, en la mayoría de los casos, era percibida como extremista.
Esta falta de espacio para la ambigüedad resultaba, a todas luces, frustrante, ya que, como seres humanos (quizá muchos todavía algo pensantes), tenían opiniones y sentimientos que podían no encajar perfectamente en una de estas categorías. Qué duda cabe de que la diversidad de pensamiento debería ser esencial para el crecimiento y la comprensión, y sería genial poder volver a un lugar donde se valoren los matices y se fomentara el diálogo abierto.
En términos macro, la situación geopolítica y económica actual aparecía ciertamente confusa, incluso alarmante. Cierto que había muchas tendencias y cambios en el panorama, como podía ser la defensa a ultranza de las renovables o la percepción de que el país avanzaba y crecía a pasos agigantados (en la Champion League del crecimiento) y, en aquel momento, el foco, sin excepción, empezaba a ser la necesidad imperiosa de incrementar el gasto en cada defensa nacional (o como quisiera llamarse: rearme, unificación en clave social o demás acepciones de nueva creación).
Atrás habían quedado ya el coche eléctrico, el hidrógeno, la conservación de las térmicas o la demonización de la energía nuclear —que había pasado a ser energía azul—, y el mantra generalizado era que el país iba… como un cohete.
Volviendo a la fábula para no irnos por otros derroteros, de momento el mandamás, nervioso acerca de si él mismo fuera capaz de ver la prenda o no, envió primero a varios de sus cortesanos (incluidos “periolistas” de parte, otrora periodistas) de confianza a verlo. Ninguno de ellos admitió que era incapaz de ver la prenda; al contrario, todos al unísono comenzaron a alabarla. Todo el país había oído hablar del fabuloso traje y estaba deseando comprobar cuán estúpido era su vecino.
Diariamente, el líder supremo se lo ponía, y todo su séquito de palmeros y adeptos interesados, sin excepción, hacía como que le ayudaban a ponerse la inexistente prenda, y el ególatra salía a desfilar sin admitir que no podía verla. Sus lugareños, trampantojos, también alababan con énfasis la misma, aunque no pudieran verla, temerosos de que sus vecinos los tacharan con sesgos políticos antagónicos al wokismo.
De todos modos, algunos de fuera y algunos internos discordantes —éstos, en petit comité— lo consideraban, a todas luces, inepto para reinar.
Un miembro “díscolo” de su corte, indócil por naturaleza, levantisco por carácter y crítico de verborrea, siempre decía: «¡Pero si va desnudo!».
Pero no iba más allá. Hasta que el tiempo pasó, y ese miembro, hastiado y abochornado de tanta inopia y ceguera, dijo públicamente: «¡Pero si va desnudo!» y actuó en consecuencia, aseverando su afirmación vía voto, ojo, en contra del partido.¡Y se encendió la chispa! La multitud despertó de su letargo y empezó a cuchichear hasta que gritó que el líder supremo iba desnudo. Éste lo oyó y supo que tenían razón, pero levantó la cabeza y terminó de desfilar.
Al final, ese país que iba… como un cohete, resultó ser de la marca ACME, de los que usaba el Correcaminos contra el Coyote, y, cuando llegó la bajamar de la vida, detectaron que había caído a escasos metros. El horizonte se llenó de ansiedad y no había marcha atrás.Seguro que los culpables de que hubiera caído dicho artefacto habían sido Trump, Franco, los aranceles o el cambio climático. Igual habían humedecido la mecha. O quién sabe…
Fuera como fuere, el rostro pétreo y hierático, de rasgos socarrones e indolentes del líder; sus códigos y éticas; su magnificencia; su prosa fácil; su opulencia desmedida; y sus presuntas habilidades mediúmnicas quedarían señalados sine die en las páginas oscuras de la memoria.
Y una pátina cenicienta envolvería el país, otrora cargado de ilusiones, ahora nostálgico, incognoscible.
Y todo el populacho debió aprender a vivir en continuo duelo, con la sensación extraña de asumir la ausencia de mejores momentos.

Consultor empresarial.
Germánico en organización, perseverante en las metas, pragmático en soluciones y latino en la vida personal.
¿Y por qué no?