Asturias Liberal > Pensamiento > El Papa Negro

Algunos, entre los que me incluyo, siempre nos hemos referido al Papa Francisco como el Papa Negro, trazando una nada inocente correlación entre las cuartetas del boticario francés Nostradamus -dizque adivino a tiempo parcial-, los lemas proféticos de San Malaquías y la sotana negra que viste el Superior General de los jesuitas, orden a la que pertenecía Bergoglio y que, por primera vez, “colocaban” a uno de los suyos en la Cátedra de San Pedro.

Pero, aunque tambaleante, la Iglesia aún no ha caído y tampoco parece, crucemos los dedos, que el fallecido Papa resultara “Pedro el Romano”, que así denominaba San Malaquías al último y definitivo Pontífice.

Si bien ya figuraba entre los papables tras el fallecimiento de San Juan Pablo II, quien le creó cardenal en 2001, no fue hasta el cese de Ratzinger que llegó su hora, partiendo también de una posición más de segunda fila (hicieron falta cinco votaciones).

Pero disputó hasta el final al entonces futuro Benedicto XVI. Recuerdo esto porque la intoxicación mediática en lo referente al Vaticano y sus entresijos alcanza cotas solo superables por Marca cuando anuncia los posibles fichajes del Real Madrid: ni pajolera idea de lo que hablan, que solo obedece a filtraciones interesadas -sí, en la Curia Romana también existen- u ocurrencias de un redactor con ínfulas.

Lo más llamativo del papado del argentino resultó ser el “relato”, curiosamente no dirigido por la Iglesia, que tan bien se ha manejado siempre con la propaganda, sino por la progresía mundial, mayoritariamente atea pero siempre atenta a la manipulación de cualquier causa si con ello benefician a la suya propia.

Así, nos están vendiendo a un Pontífice “progresista, cercano a los pobres, transformador de la Iglesia, el mayor líder espiritual y político (sic) de las últimas décadas, defensor incansable de la paz, compañero de los vulnerables, comprometido con el cambio climático o los derechos del colectivo LGBTQ+” y un largo etcétera de sandeces varias, que a base de grandilocuencias se quedan en la nada.

La realidad es que Bergoglio fue un Papa muy político en el peor sentido de la palabra, esto es, en el secular. Muy de su tiempo, sí, cayendo demasiado a menudo en un populismo irritante e impropio de quien ha de ser un líder espiritual para todos, pero muy especialmente para su grey.

Curiosamente, si se me permite la comparación, parecía en ocasiones un Ruiz Gallardón queriendo caer en gracia a los lectores de El País, que nunca le votarían más allá de como el político más simpático de la derechona, mientras despreciaba a sus potenciales votantes.

De ahí tantas reacciones a su fallecimiento de fieles católicos que parecen escandalizar a muchos, pero que tienen una lógica emocional y también racional innegable.

No le quedó dictador, bien del tipo clásico o del demagógico aristotélico, tan en boga ahora, que visitar, abrazar y con el cual compadrear, siempre que estuviesen en la ribera izquierda del populismo.

Y eso le hizo ser elogiado por quienes desean fervientemente el fin de la Iglesia, cual republicanos que piden una monarquía cercana al pueblo (sic) para a base de minar sus esencias conseguir finiquitarla por inacción. Un plan perfecto.

Pero la Iglesia tiene unas funciones que trascienden el tiempo. Modernizarla, adaptarla, no implica abrazar el posmodernismo, el relativismo o la secularización que tan bien denunció y combatió Ratzinger, con una inteligencia que no parecía de este mundo (de idiotas).

Abogar por un mayor protagonismo de la mujer en su seno y ofrecer a los homosexuales el cobijo necesario, por citar dos causas tan necesarias como demandadas, no tiene nada que ver con lo woke.

Así, un Papa puede convocar un sínodo general, un concilio, que abra una profunda reflexión previa a la incorporación paulatina de la mujer a determinados carismas, de los que han sido apartadas por cuestiones más históricas que teológicas.

Y, desde luego, un Pontífice puede ofrecer a los miles, millones de homosexuales católicos un sitio de refugio frente a una exclusión interna carente de sentido, dado que su “afección” atenta simplemente contra la moral sexual y en los mismos términos que un soltero que no atiende el celibato.

Enmendar que haya sacerdotes que públicamente les niegan la comunión no requiere de ninguna revolución, ciertamente, solo de verdadera motivación y convencimiento.

En cuanto a la parte de liderazgo político que le corresponde al Sumo Pastor de unos mil quinientos millones de almas en todo el mundo, más otros muchos que le respetan por lo que el catolicismo ha supuesto y puede seguir representando, se puede hacer de dos maneras también:

Como lo abordó el buen Papa, San Juan Pablo II, ejerciendo un liderazgo mundial en pro de la libertad y de las democracias liberales -no las populares, las demagógicas, las de apellidos interminables-, que han traído las mayores cotas de progreso en la historia de la humanidad, viajando a territorio comanche y abroncando sin miramientos a dictadores que se veían obligados a doblar la cerviz, dando esperanza a las víctimas de los sátrapas con sus visitas y sus palabras de aliento.

La otra alternativa es predicando el amor a los pobres mediante la defensa de los regímenes que les perpetúan en ese estado, mientras añaden a más en una progresión imparable, igualando siempre por abajo. Nada que cualquier observador de la historia del siglo XX no pueda comprender fácilmente.

En definitiva, se podrá decir de Francisco que fue un Papa distinto, sí, que condenando duramente el aborto era capaz de predicar el perdón por decisiones tan difíciles; que tildando de “pecaminosas” las relaciones homosexuales, pidió respeto para ellos y les dejó claro que “todos tienen un lugar en la Iglesia” y “Dios no rechaza a nadie”; que consideró “tema cerrado” el sacerdocio femenino, pero nombró a laicas para cargos en organismo vaticanos.

Reconocido queda. Pero en base a lo aquí relatado, uno no puede evitar recordarle como uno más de esos compadres a los que abrazaba y sonreía, solo que en vez de chándal portaba una bata blanca.

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