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Seguro que alguno de ustedes habrá pasado por la incómoda situación de salir de casa en medio de un aguacero: uno se prepara, se pertrecha, abre el paraguas… y a veces nada es suficiente para luchar contra la lluvia. Esa sensación se vuelve desagradable cuando uno pisa una baldosa inestable o movediza que oculta debajo una cantidad de agua suficiente para mojarte el zapato, filtrarse por el calcetín y -en ocasiones- subirte hasta la pantorrilla.
Pero ese fastidio se torna enojoso cuando la loseta en cuestión no sólo oculta agua, sino que también tiene un premio gordo en forma de restos más o menos cuantiosos de una deposición canina, que -al mezclarse con el agua, disolvente universal- resulta un engrudo semilíquido que deja huella en las zonas detalladas en el ejemplo anterior.
Algo así lo sufrió un conocido hace unos días y aún se sigue acordando del inocente perro, del incívico de su dueño (me van a permitir que obvie los adjetivos con los que se refiere a esa persona, aunque seguro que se hacen una idea), de su familia y de toda la patulea de políticos y organizaciones varias que fomentan la tenencia y disfrute del perro en entornos urbanos.
Cuando nos quejamos de que las ciudades están sucias yo siempre respondo que la ciudad en la que vivo no está sucia porque no se limpie o porque no tenga papeleras, sino porque los ciudadanos somos incívicos y unos guarros que no respetamos ni los espacios comunes ni el trabajo ajeno del personal de la limpieza que se esfuerza a diario.
Pero volviendo a los canes, en los últimos años vivimos una corriente favorable a la asimilación del perro como uno más de la familia, algo que es normal por el instinto afectuoso que tienen, y me parece recomendable -sobre todo- para gente que por obligación o por imposición no tiene a nadie con quién compartir su vida. Esa tendencia ha hecho que el lobby de propietarios de perros adquiera un tamaño más que considerable, y que sus propuestas sean tenidas en cuenta y atendidas por los responsables públicos incluso desoyendo -con frecuencia- criterios profesionales o no armonizando las demandas de este colectivo con las necesidades y derechos de otros ciudadanos; en determinadas ocasiones y circunstancias los perros ya tienen entrada en parques y playas (interfiriendo a veces instintivamente en actividades deportivas o en la mera libertad de otras personas), se ha generalizado su presencia en establecimientos hosteleros y poco a poco en tiendas de ropa y grandes almacenes.
Los perros son seres que no tienen culpa de nada y sí son dignos de compasión por la penitencia que tienen al pasar muchas horas encerrados en un piso, sufrir dueños de dudoso gusto que los disfrazan con abrigos o impermeables, o que los llevan a tomar una cerveza a un local lleno de gente y la música a un elevado volumen… sólo hay que ver las miradas de algunos perros urbanitas para sospechar que no parecen felices.
Pero volviendo al principio del artículo y la enojante circunstancia de empaparse de un residuo orgánico perteneciente a un inocente can, algo que también le ha pasado a otro colega mientras jugaba al fútbol en la playa, imagino que no somos conscientes de la magnitud del tema que nos ocupa.
Según el INE de 2024, Gijón tiene un censo de 268.561 habitantes y es la cuarta ciudad más envejecida de España (casi un 27% de la población tiene 65 años o más). Por otro lado, una noticia publicada en el diario La Nueva España hace un mes destacaba que Gijón tiene censadas 87.348 mascotas, de las que 37.076 son perros: hay más perros censados que menores de edad en el concejo de Gijón.
Un perro de tamaño medio (unos 15 Kg) genera al día 600 gramos de materia fecal según un estudio de la Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia de la Universidad Nacional Autónoma de México, así que en Gijón tendremos la considerable cifra de 22.245,6 Kg de heces de perro al día. Para aquellos escépticos que duden del estudio, o que lo consideren desmesurado (insisto en que es un estudio de la Universidad Nacional Autónoma de México), vamos a aplicarles un generoso “coeficiente reductor” y suponer que cada perro genere al día una media de sólo 250 gramos de caca: multiplicando por 37.076 perros censados tendremos un total de 9.269 Kg de cacas al día, lo que supone 3.383.185 Kg de excrementos de perro al año.
Las cifras nos demuestran que en un año -y siendo muy condescendientes- en una ciudad como Gijón se generan casi 3.400 toneladas de excrementos de perro: estoy convencido de que usted –lector propietario de un perro- gestiona adecuadamente los residuos de su amado can, pero pensemos en la gente de cierta edad con problemas para agacharse a recoger los restos (recordemos otro dato del INE aportado más arriba que clasificaba a Gijón como la cuarta ciudad más envejecida del país), o pensemos en aquellos indignos de tener una mascota que no tienen inconveniente en ir sembrando la ciudad de “premios” que luego pisaremos los demás.
El informe de la UNAM destaca como uno de los principales problemas de esta situación el “fecalismo”, la acción de dejar que las heces se descompongan a la intemperie, porque éstas contienen patógenos que pueden provocar enfermedades en otros organismos.
Se recojan o no las deposiciones, sí que ha quedado demostrado que, siendo conservadores, una ciudad como Gijón genera al año la nada despreciable cantidad de 3.400 toneladas de excrementos caninos que deberían hacernos reflexionar.
Debemos recordar también que los perros también hacen pipí, y aquí la situación es peor, porque pocos son los propietarios que llevan consigo una botella con agua o jabón para limpiar la zona que su perro acaba de pringar: incluso a veces también nos encontramos con nuestros portales aliñados con orines de chuchos sin que nadie se atreva a decir nada, porque aquellos orgullosos miembros de la “dictadura can” que no tienen vergüenza y consienten que su perro mee en medio de la acera, en cualquier portal de viviendas, en un banco, una iglesia o en la puerta de un comercio, tampoco tendrán reparo para increpar (muy seguros de sí mismos) al que les llama la atención y les afea la conducta.
Los que crecimos en los años 80 del pasado siglo recordamos la canción de Toreros Muertos “Mi agüita amarilla” y el ciclo de vida de nuestros residuos, así que… piénsenlo cada vez que vean a un perro hacer sus necesidades en cualquier rincón de su ciudad y recuerden el “fecalismo” estudiado por los mejicanos… pero no le den mucho a la cabeza porque a medida que nos hacemos mayores vamos potenciando nuestras manías, y ya hay gente que ya empieza a tratar al calzado que llega de la calle como si de residuos radiactivos se tratase.
Los derechos caninos pronto empezarán a colisionar con los de otros ciudadanos: les reconozco que cuando empezaron a permitir la entrada de perros en bares y cafeterías yo prefería ir a aquellas que aún estaban libres… y he perdido esa batalla porque hoy en día ya es habitual tomar una cerveza en cualquier local mientras en la barra o en la mesa de al lado un perro melancólico parece estar pensando “¿qué he hecho yo para estar aquí encerrado?”.
El lobby canino es tan potente que ha hecho proliferar no sólo los servicios de veterinarios, sino también moda canina, accesorios, peluquerías… y todo eso sin que nadie se haya planteado gravar con una tasa por mascota a quienes generan más de 3000 toneladas de residuos al año (siendo muy generosos) en una ciudad como Gijón.
Esto también afecta a las empresas, y empiezan a ser cada vez más frecuentes las faltas de asistencia justificadas con motivos veterinarios: llevar a nuestro perro o nuestro gato al veterinario se ha convertido también en una causa justificada para no ir al trabajo como si de nuestros padres o hijos se tratara, así que no debe estar lejos el día en el que el convenio de los trabajadores incluya también permisos y licencias por atención de mascota.
El paralelismo de esta situación lo podemos encontrar en muchas empresas de cierto tamaño y en algunos sectores de la administración pública, donde poco a poco se crea un lobby que va cargándose de derechos a la vez que el resto de la organización o la clientela asimila sus faltas de eficiencia, profesionalidad, ética o civismo… y cuando nos damos cuenta las consecuencias pasan por inesperadas salpicaduras de excremento, el día a día se convierte en un campo de minas-zurullo y al final nos encontraremos con una ingente cantidad de residuos que tendremos que gestionar correctamente para que no nos contagien con sus patógenos.
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Licenciado en Filología Española (Literatura)
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