
De los que iban al cole a jornada partida y, yendo o viniendo, callejeábamos y nos daba tiempo a ir a “particular” o a actividades extraescolares.
De los que hacíamos los deberes solitos, sin ayuda de nuestros padres. Vivimos sin móviles, sin Play. Nos entreteníamos con un palo o dibujando.
La comunicación era a través de audios desde la ventana:—¡Juanitooooo, a merendar! Donde en la calle había un único balón “de reglamento”, cuyo dueño era CEO absoluto del partido y de sus reglas de juego. Las pachangas, a ser posible entre calles y sin normas. Las convocatorias se hacían por el clásico boca a boca.
Los dos mejores sorteaban a los jugadores. El gordo o el cojo eran los últimos seleccionados, y siempre acababan de porteros. Dicho CEO marcaba el tiempo de la contienda, indicaba lo que era penalti o no e incluso decidía si un balón había sido gol o había pegado en el poste (los postes eran dos piedras o prendas de vestir, y el larguero lo marcaba lo que alcanzara la mano del portero).
Las leyes de la calle eran no escritas pero conocidas por todos: el esférico iba a buscarlo quien lo había lanzado fuera, o la cancha quedaba para los mayores en cuanto éstos aparecían.
Donde los parques infantiles eran de puro hierro, y el suelo —como mal menor— de tierra en lugar de asfalto. Las rodilleras eran para los jugadores amateurs, las coderas cosa de flojos (casi no existían), y los cascos, ciencia ficción.
Donde los profesores eran maestros que enseñaban y los padres, padres que educaban.
Y si al llegar a casa te quejabas de los primeros, te respondían con desdén:
—Algo habrías hecho.
Donde el que suspendía simplemente se convertía en repetidor. Y, por eso, nadie iba al psicólogo. Donde la mayor arma arrojadiza era una zapatilla, y su lanzadora podía ser perfectamente tu abuela de metro veinte. Y, aun así, imponía respeto.
Donde las bicicletas pesaban 500 kilos y tenían una barra en medio. Eran casi imposibles de manejar, pero a base de prueba y error aprendimos: hicimos caballitos, derrapes, y sobrevivimos a los frenos averiados. Donde las quedadas eran a una hora concreta, sin retrasos. Y el que no llegara… que nos buscara por los sitios habituales o se fuera para casa.
Yo soy EGBero. Conocí la llegada de la televisión, el primer teléfono fijo (de los de rueda), y otros dispositivos hoy a años luz. Y aun sin ellos, fui feliz. Y me comuniqué.
Bebí de fuentes que incluso bajaban de la montaña y no tenían caño. ¿Era potable el agua? Era bebible, y teníamos sed. Comí bocadillos raros: de foie gras, de mantequilla… Incluso los compartí con amigos, marcando la medida con el dedo (para que ese bocado no se llevara media merienda).
Busqué más palabras en el diccionario que las que ahora se oyen en el reguetón. Copié 100.000 veces “no volveré a hablar en clase”, me quedé sin recreo, con los brazos en cruz, e incluso exiliado a la última esquina del aula para no importunar.
Y, aun sin “rincón de pensar”… sobreviví.

Consultor empresarial.
Germánico en organización, perseverante en las metas, pragmático en soluciones y latino en la vida personal.
¿Y por qué no?