Asturias Liberal > Aportaciones > ¡Por favor, no más humanismo sentimental!

No necesitamos más humanismo emotivista; necesitamos decencia intelectual, amor a la verdad y precisión para mirar el mundo sin anestesia.

Hay palabras gastadas que, de tanto repetirlas, terminan por perder la carne y quedarse en hueso vacío. “Humanismo” es una de ellas.

Invocada como oración laica en toda tribuna, usada para bendecir lo mismo la educación sentimental de los niños que las proclamas políticas de los adultos, la palabra se ha convertido en un talismán gastado.

Se pronuncia con solemnidad, se acompaña de gestos compasivos, y ya parece que todo está resuelto. Como si la historia se corrigiera con una sonrisa y la política con un buen deseo.

La palabra gastada

Pero la realidad —ese juez implacable que ni se compra ni se aplaude— insiste en mostrarnos que bajo el manto del humanismo meloso se esconde a menudo lo contrario: la intolerancia.

Lo advirtió Lampedusa en El Gatopardo: todo debe cambiar para que todo siga igual. Así el humanismo sentimentalista: envuelto en fórmulas dulces, perpetúa la confusión y justifica la inacción.

Y cuando fracasa, como fracasa siempre, deriva en su parodia más cruel: la persecución del disidente, el anatema contra quien osa recordar que las buenas intenciones no bastan.

Cuando la bondad se convierte en consigna, la consigna se vuelve inquisición.

Cuando la dulzura deviene anatema

No es nuevo este espejismo. Cada época tuvo sus taumaturgos de la bondad abstracta, predicadores de una humanidad reconciliada al margen de las condiciones materiales. Y cada época los vio estrellarse contra el muro de lo real.

Se prometió un paraíso socialista y se levantaron gulags; se invocó la fraternidad universal y se levantaron guillotinas. La música celestial del humanismo dulzón, cuando se impone como política, termina sonando como marcha fúnebre.

Precisión frente a niebla

Conviene decirlo con crudeza:

-El humanismo edulcorado no construye, adormece.

-No educa, sermonea.

-No ilumina, oscurece.

El pensamiento, algo alcance de todos aunque no todos aspiren a alcanzarlo. debe buscar la precisión hasta donde el asunto lo permita. Y el contraste, pues pensar es pensar contra alguien y contra algo, como bien repetía Gustavo Bueno.

Con edulcorante ni hay pensamiento ni hay soluciones.

El humanista emotivista, en cambio, se complace en el equívoco. Habla de justicia sin definirla, de fraternidad sin concretar sus límites, de dignidad sin señalar sus condiciones. Palabras hermosas que, como espejos deformados, devuelven imágenes inconsistentes.

La dulzura melosa anestesia la razón: lo que empieza en himno acaba en grito inquisitorial.

Ética sin moralina

No se trata de renunciar a la reflexión ética. Nadie sensato lo propondría. Se trata de exigirle lo mínimo que merece: decencia intelectual, amor a la verdad, y respeto por la dificultad del mundo. No más palabras de calendario, no más catecismos laicos que suenan a predicación de sobremesa. Porque la política no se hace con homilías, ni la vida se salva con sermones.

Cierre

Dejemos al humanismo meloso en su limbo de tertulias bienpensantes y asumamos lo que de verdad nos corresponde: inteligencia para comprender, valor para decidir, firmeza para sostener lo decidido. Todo lo demás —la retórica sentimentalista, la consigna edulcorada, la lágrima como argumento— no es más que un pasatiempo peligroso.

Menos moralina, más responsabilidad. Menos consigna, más verdad.

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