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“La libertad no es un regalo: es una conquista de la voluntad humana.”

En los anales de la historia, donde los vientos de la libertad soplan con fuerza sobre las cenizas de la dictadura, hay figuras que emergen como brújulas en la tormenta.

Hoy, en este octubre de 2025, mientras Venezuela transita los umbrales de su renacimiento, no puedo evitar evocar la memoria de Adolfo Suárez, aquel hombre de Estado español que, con mano firme y corazón sereno, desarmó las cadenas del franquismo, de donde emergió, sin renegar de esos vínculos, para abrir las puertas de la democracia. Suárez, uno de los artífices de la Transición (junto a Felipe González, Santiago Carrillo, Manuel Fraga Iribarne) nos enseña una lección eterna: el coraje para romper con el pasado no surge de la fuerza bruta, sino de la visión de un futuro compartido.

Y en esa lección, veo reflejado a Edmundo González Urrutia, el presidente electo de Venezuela, cuyo liderazgo evoca esa misma grandeza en medio de nuestra propia encrucijada. ¡Claro! A diferencia de Adolfo Suárez en su primera etapa, a Edmundo González lo designan presidente electo millones de venezolanos.

Suárez: de la ley a la ley

No olvidemos cómo Suárez, en 1976, asumió el poder en una España fracturada por décadas de autoritarismo. Tras la muerte de Franco en noviembre de 1975, el Rey Juan Carlos I buscaba un presidente que pudiera guiar la transición sin rupturas violentas.

Torcuato Fernández-Miranda, como presidente del Consejo del Reino (órgano que propone candidatos al Rey), jugó un papel crucial en la selección de Suárez. Inicialmente, el Rey prefería a otros como Areilza o López-Bravo.

Fernández-Miranda utilizó una maniobra legal y política sutil, pero decisiva, para incluir a Adolfo Suárez en la terna de candidatos a la presidencia del Gobierno en julio de 1976.

El 3 de julio de ese año, Suárez fue designado presidente, en gran medida por la recomendación y el respaldo de Fernández-Miranda.

Rodeado de sombras que susurraban resistencia al cambio, Adolfo Suárez optó por el diálogo, por la reforma paulatina que culminó en las primeras elecciones libres de 1977. No fue un camino exento de riesgos: atentados terroristas, presiones de los ultras y el peso de una monarquía que apostaba todo a su éxito.

Pero Suárez perseveró, legalizando partidos prohibidos, amnistiando presos políticos y tejiendo consensos en las Cortes. Su lema implícito —“de la ley a la ley”— fue el puente que salvó a España de la violencia y la consagró como democracia plena. Aquel hombre humilde, de origen rural, demostró que la transición no es un acto de debilidad, sino de soberanía popular.

“De la ley a la ley”: el puente que evitó la ruptura y consolidó la democracia.

Edmundo González: reconciliación sin rendición

Ahora, miramos a Edmundo González. El 28 de julio de 2024, cuando el pueblo venezolano, con casi ocho millones de votos, derrumbó simbólicamente la muralla de la narcotiranía, Edmundo emergió no como un guerrero de las sombras, sino como un estadista de la luz. Exiliado en España, pero con el mandato inquebrantable en sus manos, ha encarnado esa misma esencia suarista: la apuesta por la reconciliación sin rendición.

No olvidemos cómo, desde Madrid, Edmundo González ha tejido alianzas internacionales, ha convocado a la diáspora y ha delineado, en yunta indivisible con María Corina Machado, el Plan “Tierra de Gracia”, un mapa para las primeras 100 horas de libertad, para la reinstitucionalización y para la justicia transicional. Como Suárez, Edmundo rechaza la venganza ciega; propone, en cambio, una Comisión de la Verdad y la Reconciliación, donde los culpables del horror —desde las torturas en el Helicoide hasta el saqueo de los dividendos del petróleo— rindan cuentas sin que el rencor eclipse la esperanza.

Paralelos y diferencias necesarias

Las similitudes son tan vívidas que duelen en el alma. Ambos hombres, Suárez y González, heredaron un país en medio de inmensas dificultades: España postfranquista, con su economía asfixiada y sus divisiones sangrientas; Venezuela postchavista, con su economía desplomada, una pesada e injustificada deuda externa, servicios públicos desmantelados, un desempleo galopante, una inflación incontrolable, sus millones de exiliados y su tejido social desgarrado.

Ambos enfrentaron a élites enquistadas en el poder: los tecnócratas del Movimiento en España; y en Venezuela las mafias acuerpadas en una Corporación Criminal, con “los generales” y “colectivos” armados.

Ambos eligieron el camino de la legitimidad electoral. Suárez convocó referendos que legitimaron su reforma; Edmundo, reconocido por la comunidad internacional como el vencedor legítimo, en comunión con María Corina, prepara el terreno para nuevas elecciones de parlamentarios y mandatarios regionales y locales, supervisadas por observadores globales, donde el voto sea sagrado y no un papel mojado.

No olvidemos las diferencias que enriquecen el paralelismo. Suárez contó con el respaldo inicial de un rey visionario como Juan Carlos I; Edmundo, en cambio, ha forjado su corona en la adversidad, con María Corina Machado como aliada inquebrantable y el eco de centenares de líderes resonando desde las catacumbas de la resistencia.

Mientras Suárez navegó en un contexto de Guerra Fría que favorecía la apertura europea, Edmundo lidia con un mundo multipolar con potencias como Rusia y China donde Maduro procura asegurar la impunidad de sus delitos.

Sin embargo, en esa brecha radica la grandeza de Edmundo González: su apuesta por una transición “de la ley a la ley” venezolana, inspirada en la Constitución de 1999 —pervertida por el régimen—, es un acto de audacia mayor, un desafío directo al caos que nos han impuesto, sin descartar que esa Carta Magna sea objeto de reajustes en un futuro inmediato.

Reconciliación sí; impunidad no. Sin justicia, no hay paz.

Servir a la nación: memoria y futuro

No olvidemos las palabras de Suárez en su discurso de dimisión en 1981: “He intentado servir a España”. Edmundo González podría pronunciarlas hoy, adaptadas: “He intentado servir a Venezuela, no a sus verdugos”. En su exilio forzado, Edmundo González ha honrado su compromiso de hacer valer el mandato soberano que lo invistió como presidente electo. No ha cesado en su peregrinar por múltiples escenarios de decenas de países del mundo, abogando por los derechos humanos de los venezolanos y extranjeros maltratados por el régimen madurista e impulsando la repatriación de los activos robados.

Ha dialogado con emprendedores de la diáspora para contemplar el papel que jugarán en la reconstrucción de Venezuela bajo su mandato.

Como Suárez, que integró a los exfranquistas en la nueva España sin purgas estériles, Edmundo ofrece ser el Presidente de la reunificación de los venezolanos, incluidos quienes depongan las armas, pero con la justicia como baluarte innegociable. Tal como dijo Juan Pablo II: “Sin justicia, no hay paz”.

Venezuela, como España en los setenta, está al borde de su milagro. Sin olvidar a los caídos en el camino. La sangre derramada clama por una transición que honre su sacrificio.

Edmundo González, emulando a Adolfo Suárez, nos guía hacia esa orilla. No es un salvador mesiánico, sino un servidor del pueblo, un hombre que entiende que la democracia se construye con hilos de memoria y tolerancia.

Si Suárez nos enseñó que el fin de una dictadura puede ser el alba de una nación unida, Edmundo nos recuerda que aún estamos a tiempo. Para que no lo olvidemos: la libertad no es un regalo del cielo; es una conquista de la voluntad humana.

Memoria para no repetir; coraje para reconstruir. Venezuela puede.

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