El concepto de “igualdad” se ha convertido en un arma política de doble filo, o a veces arrojadiza, en la sociedad española hoy día. Aparentemente tanto a izquierda como a derecha parecen haber convencido con el discurso imperante de que al vivir en una sociedad democrática, todos los votos valen lo mismo y por tanto somos todos iguales y que es hacia lo que hay que tender, a la normalización social.

De ésta manera, la autoridad pierde su status y las jerarquías se malinterpretan, ya que cualquier mozalbete cree ser igual que su padre, cualquier alumno se cree con derecho a replicar su profesor, cualquier ciudadano cree tener derecho de despreciar la labor de un médico o un policía en el ejercicio de sus funciones, o cualquier peón cree saber más que su ingeniero al mando.

Claro está que este mensaje es erróneo, además de crear unas falsas expectativas que nunca se podrán cumplir. La única igualdad que es y debe ser es la igualdad frente a la ley.

Empezando, por hacerlo por algún sitio, en la ley electoral cada voto vale lo mismo, sea de un iletrado que de un catedrático, hasta ahí llega la igualdad pero siempre dentro de una misma circunscripción, ya que según los cálculos de la ley D´Hont no vale lo mismo un voto de un vasco que el de un manchego.

Según el código penal, cualquiera que cometa un delito, sea rico o pobre, alto o bajo, guapo o feo, debe pagar de acuerdo a la ley el hecho cometido, teniendo en cuenta sus agravantes y atenuantes. O según la legislación laboral, dos personas que ejercen su trabajo en una misma categoría dentro de un convenio, deben cobrar lo mismo, independientemente de cualquier otra diferencia no laboral que puedan tener. Y así con cada ley y norma, que es para cumplimiento de todos, y nadie ha de estar por encima de la ley. Ni por debajo.

A partir de ahí, la “igualdad” es una quimera buenista, ya que, una vez nacemos, tomamos conciencia y empezamos a tener poder de decisión, nuestras elecciones personales nos diferencian de nuestros iguales. Cuando empezamos el colegio, eres igual que tus compañeros de clase. Un libro en blanco.

Luego, unos estudian con más dedicación, otros con menos, unos tienen familias con más o menos poder económico, que pueden aportar clases particulares y de refuerzo, unos estudian música, otros hacen voluntariado, otros aprenden un idioma extranjero… y otros nada de lo anterior. O por vocación, convicción o conveniencia eligen una determinada carrera, distinta cada uno. Finalmente, al término de nuestros estudios, todos son distintos. Hay personas con más capacidad de trabajo, con más inteligencia, con más tesón… cada carácter individual es único.

Hay que tener claro por tanto que no somos iguales. Cada uno es de su padre y de su madre. Hasta entre hermanos somos distintos.

El Estado debería de fomentar la igualdad de oportunidades, que cada persona pueda desenvolverse para alcanzar la mejor versión de sí mismo que pueda y ser ciudadanos útiles para la sociedad, personas felices que logren su mejor desarrollo. Pero depende de cada uno aprovechar esas oportunidades, y si bien podríamos ser iguales en principio, es imposible que lo seamos al final de nuestra vida, en base a las decisiones que cada uno toma para su propio desarrollo personal y profesional.

Por poner algunos ejemplos, que las ayudas a la maternidad sean a través de la devolución de lo retenido en IRPF, sin diferenciar si el nivel económico de la madre es alto o bajo, y dejando fuera de ellas a las madres que no trabajan; pretender que una persona que ha trabajado cotizando 35 años, cobre al final de su vida laboral la misma pensión que otro que ha tenido trabajos de menor salario o que no ha cotizado, o que una persona trans pague menos tasas por hacer un examen de EBAU, sin importar su nivel económico, o que una persona tenga mayor o menor condena por una agresión, según sea su sexo y el de la víctima, todo eso no es “igualdad”, es injusticia.