Se está poniendo de moda el cierre preventivo de actividades por «alerta climática» de un modo pocas veces visto anteriormente. No se trata de que se adopten medidas de protección ante una previsión de lluvias como debe hacerse y mejorando, incluso, lo que anteriormente se ha hecho en este sentido. Se trata de que, ante previsiones de lluvia de la AEMET, se califican de excepcionales los fenómenos por venir.

Una excepcionalidad no corroborada ni por los hechos, pues luego apenas se producen lluvias, ni por la calidad de la misma previsión en sí, pues esta no difiere en normalidad de las previsiones que se hacían hace 10 o 20 años atrás ni desdicen aún la pauta general que las categorías climáticas serias estudian con detenimiento.

Madrid sufrió el pasado 3 de agosto una de esas alertas. El alcalde, Rodríguez Almeida, presa del pánico y envuelto en vanguardia de mensajes «climáticos«, aconsejó poco menos que un encierro domiciliario y una clausura de todo tipo de actividades por lluvias: centros comerciales de Madrid enviaron a sus visitantes a sus casas y sus tiendas bajaron las persianas.

El partido Atlético de Madrid-Sevilla fue igualmente suspendido y el resultado de todo ello fueron suelos secos en el momento previsto de la excepcional y apocalíptica DANA, salvo áreas concretas del sur de la comunidad y provincia de Toledo. Podría decirse que «más vale prevenir«, sí, pero bajo la superficie de estas sobreactuaciones alarmistas se observan otros fenómenos, no naturales, sino bastante artificiales, demasiado cercanos a la política y, por tanto, merecedores de ser colocados bajo severa sospecha.

Las previsiones fallidas y la clasificación mundial de climas

Recuerdo perfectamente haber leído a mediados de los años 90 del pasado siglo una pequeña noticia en el diario La Nueva España, de Asturias, que esta región, de clima atlántico (oceánico en términos de clasificación mundial), sufriría hacia el año 2.000 un clima subtropical. No es posible presentar una prueba de la noticia, pero doy fe de ella. En estos momentos, Asturias sigue gozando de su oceánico clima, con cambios leves hacia mayores temperaturas, sí, como siempre ha ocurrido en la eternamente cambiante naturaleza. La clasificación climática de Köppen no hubo de ser alterada, a día de hoy, ni en Asturias ni en ningún otro lugar del planeta.

Lo que sí fue posible encontrar es la no menos cierta noticia de predicción catastrófica mucho más cerca de hoy. En julio de 2011, Carlos Duarte, del CSIC, predijo para 2018 la desaparición total de los hielos del Ártico. En fin. En 2023 solo hay opiniones científicas mayoritarias de que los hielos árticos sí tienen una tendencia a contraerse y una minoría de investigadores opta por afirmar si no lo contrario, sí que tal contracción no se da. Todo ello, dicen, depende de los modelos de análisis adoptados. Lo que no depende de modelo o interpretación alguna es que Carlos Duarte, y muchos otros científicos activistas con él, fallaron estrepitosamente.

Pero no se ceja en el empeño en mostrar no ya que hay cambios reales del clima, que los hay (el clima, como todo, es dinámico), sino en hacer predicciones que incrementan el miedo colectivo en mayor medida y ritmo que la desaparición parcial de hielos o de cambios sustantivos en la clasificación climática de Köppen.

Miedo, miedo, miedo

La psicología colectiva del miedo es un asunto recurrente en la historia y tiene una función que en última instancia es política. Da igual que se fundamente en un fin del mundo predicho en no se qué escrituras religiosas, en las profecías de Nostradamus o en interpretaciones científicas. Se utiliza el mensaje que dispara el mecanismo automático que mayor confianza genera en cada época aplicado al mayor terror posible, pero para el mismo fin manipulador.

Inducir al miedo es un deporte de «modificación de la conducta» muy, muy antiguo. Y es que el miedo es un mecanismo de protección biológica tan necesario para la supervivencia, sí, como la manipulación del mismo es un mecanismo de supervivencia de las élites políticas y de aumento de su control sobre la población, también.

La pandemia de la COVID-19 fue una prueba de la intención política detrás de una epidemia global. La alerta ante ella estaba justificada, pero la falta de comités epidemiológicos unida a la autosatisfacción de los gobiernos por resultar tan «necesarios» no impidieron una mortalidad que está por certificar aún con rigor y contrajeron las economías y las actitudes psicológicas e ideológicas.

Una parte no menor de la ciudadanía es hoy más «acojonable» (es imposible decirlo de otra manera para hacerlo adecuadamente) de lo que ya lo era antes.

Sin negacionismos, pero lingüísticamente críticos

En estos momentos, tras la pandemia, la palabra virus contiene una carga emocional de alarma mayor. Igualmente, tras difusión hegemónica de alerta contra el cambio climático, ese adjetivo: climático, contiene una carga atemorizante similar. Y actuaciones teatrales como la de Rodríguez Almeida tienen, por ello, más efecto y generan, con ello, más temor aún. O eso pretenden.

Negar que el clima cambia lo considero absurdo, tanto como negar que en la naturaleza existen cambios no lineales: es un sistema complejo donde las conclusiones monocausales son simple pereza mental o actos de mala fe. Y quizá haya que investigar con menos prejuicios oficiales, con más, mucha más independencia, tanto más cuanto son los políticos los que financian unas investigaciones más que otras y, justamente, aquellas que más aportan a su causa de supervivencia en el poder.

Como mensaje de optimismo solo queda por decir que la del poder político y las personas libres es una eterna carrera entre el depredador y su presa. Ésta se hace cada vez más veloz por más que el depredador también se esfuerza. Y no siempre políticos y personas interpretan al mismo animal.

Sé libre y sospecha hasta de tu propia sombra.