Esta semana hubiera cumplido 95 años el actor Arturo Fernández, y he leído que sus amigos
quisieron tener un recuerdo en su Gijón natal para nuestro inolvidable “chatín”; esa noticia me
hizo recordar una entrevista que le hicieron hace unos cuantos años al actor en la que afirmaba con vehemencia algo así como que “la prosperidad de un país se entiende cuando la gente trabaja y canta”.


Sin duda, algunos de los mejores momentos de mi juventud pasan por un pub llamado Bohemios en el que mi gran amigo Pepe Avella y yo solíamos pasar las noches cantando en su Karaoke todo lo que se pusiera por delante. Allí, hace más o menos treinta años, tuvimos la oportunidad y la suerte de coincidir con un dúo que tenía una actuación en directo los fines de semana interpretando música española y -sobre todo- música hispanoamericana: Tito y Willy, o, lo que es lo mismo, Tito Ortiz (fundador años antes de los Nocheros del Anta en Argentina) y su inseparable Guillermo Zugazabietia; unos verdaderos artistas de larga trayectoria que en aquella época sembraron en nosotros el interés por las zambas, cuecas y chacareras: desde la Zamba de mi esperanza o el Sapo Cancionero hasta Las dos puntas, que todavía hoy le entono a algún compañero cada vez que se va por motivos laborales a Chile:


Aquellos artistas, a los que admirábamos y con los que compartíamos el gusto por la música, enseguida congeniaron con nosotros y también nos honraban de vez en cuando uniendo sus voces a las nuestras en alguna de las canciones del Karaoke: nos divertíamos cantando, las horas volaban y la música hacía que los problemas se quedaran a la puerta del Bohemios.


Algunos años más tarde, ya en mi vida laboral, mi empresa estaba explorando la oportunidad de un proyecto en Bolivia, una obra de cierta envergadura en un país en el que no teníamos ninguna experiencia ni implantación, por lo que se hacía imprescindible contar con la participación de una empresa local que nos ayudara en la construcción.

El dueño de una de las escasas empresas candidatas, un señor de cierta edad, vino con su hijo a visitar nuestras oficinas y talleres en Asturias para estudiar bien el proyecto, ver cómo eran las piezas que íbamos a fabricar y de qué manera podíamos afrontar juntos la aventura: aquel hombre, con muchas reservas y lleno de dudas para unirse a nosotros, venía de la mano de nuestro veterano director técnico-comercial y –como solía ser habitual en aquella época- después de una intensa mañana de trabajo acabamos en un buen restaurante donde seguíamos hablando del proyecto e intentando resolver las muchas inquietudes que nuestro posible aliado tenía.

A pesar de venir de Bolivia, a mí me parecía que aquellos hombres no eran nativos de aquel país, así que en un momento de relajación entre plato y plato yo le pregunté a nuestro visitante por su procedencia: “yo soy de Argentina, de Tucumán, pero hace muchos años que salí de allí”, me respondió. Inmediatamente a mí no se me ocurrió otra cosa que exclamar “¡Luna Tucumana!”, lo que hizo que se iluminara su mirada y preguntara con grata sorpresa “¿la conoces?” … y me atreví a entonarle el primer verso de la canción:


Nuestro visitante me siguió con el siguiente verso y el recuerdo de esa canción y de su tierra de origen le emocionó, quedando ciertamente sorprendido de que en un rincón de España se fuera a encontrar con alguien notablemente más joven que él que le evocara el tema de Atahualpa Yupanqui Luna Tucumana.

A partir de ese momento la conversación tomó las notas del folklore argentino, y las dificultades que aquel hombre encontraba para ir de nuestra mano en el proyecto se fueron diluyendo poco a poco.
Pero, volviendo al Bohemios, una de las memorables interpretaciones de Tito Ortiz en aquel pub –en mi opinión- fue la que hizo de La flor de la canela, una noche acompañado sólo por la guitarra de Guillermo y el teclado de otro buen artista que circunstancialmente les acompañaba en momentos puntuales.

Uno de mis profesores de Crítica (asignatura universitaria) nos decía que para que una obra se pueda considerar “arte” tiene que emocionar, conmover… y eso lo consiguió aquella interpretación. “La flor de la canela” es una expresión que los españoles del siglo XVII usaban para referirse a algo perfecto, exquisito o excelso (hoy en día seguimos diciendo que algo es “canela en rama” cuando es de gran calidad), y la canción en sí misma es una maravilla del uso de nuestra lengua, propio de Hispanoamérica. Cada vez que he ido por motivos de trabajo a Lima he recordado ese tema, aunque en la bulliciosa y moderna ciudad no he tenido la oportunidad de encontrar nada parecido a la flor de la canela que se describe en la canción.


Si pensamos por un momento en la música que nos llega desde en los últimos años desde Hispanoamérica, en la música que escuchan nuestros jóvenes y en su contenido (y que tanto les influye) y en la música que escuchábamos nosotros y nuestros padres quizá la reflexión sea para preocuparse seriamente, aunque supongo que lo mismo pensarían los cincuentones de los años setenta del pasado siglo con sus hijos.


Yo seguiré recordando y haciendo mía la reflexión de Arturo Fernández, y creyendo que la prosperidad de esta sociedad está íntimamente relacionada con el trabajo y con la música, así que en mi día a día, cuando necesito concentrarme -como en mi época de estudiante- escucho música, y una de las canciones que no faltan en mi lista es esta Flor de la Canela de María Dolores Pradera (a quien tuve la oportunidad y el placer de ver en directo hace muchos años) acompañada para esta ocasión por los Sabandeños, quienes arropan y llenan con sus voces e instrumentos esta bella interpretación