Hemos mostrado en el anterior artículo acerca de la pretendida santidad de la democracia que ésta no equivale a cohesión. Ningún sistema político garantiza ésta pues en una perspectiva histórica. Sólo la práctica concreta de cada modo de ejercer la autoridad política puede servir para reforzar la unidad dentro de un Estado.

La democracia española actual, en su tejido ideológico justificativo, ha sido promesa de prosperidad desde los primeros años tras la aprobación de la Constitución vigente.

La prosperidad es el segundo componente básico del Estado, siempre y cuando esta prosperidad sirva para apoyar la soberanía nacional suficiente como para considerar que los españoles son libres. La lógica de las relaciones entre Estados siempre contiene amplios tramos de rivalidad y siempre tienden a competir en soberanía económica, una de las bases de la soberanía real.

La promesa de prosperidad acoplada a la ideología democrática fue desde los comienzos de la Transición un lugar común de los titulares de la prensa, los discursos políticos y las creencias hegemónicas en la población. Tal afirmación vincula democracia con librecambismo, libre empresa y, en definitiva capitalismo, sea éste más o menos regulado, más o menos intervenido.

En este punto el consenso entre la socialdemocracia (de discurso más redistributivo) y su contrario (democracia cristiana, conservadurismo liberal, etc. y de mensaje menos redistributivo) pretende ser claro a fuer de simplista.

Es simplista porque no considera la historia de los 200 o 300 años anteriores de cada Estado. En ellos se pueden encontrar las claves de la prosperidad económica actual de cada uno de ellos mucho más que en el actual modelo político. La asociación entre democracia y prosperidad capitalista es una analogía.

La libertad de empresa entendida como libertad de elección económica al modo como la entendía Milton Friedman (Libertad de elegir es su libro más popular, aunque no el más académico) es análoga a la libertad de partidos políticos entendida como que los ciudadanos pueden elegir entre ellos en cada cita electoral. Y con ese simplismo se queda establecido en los discursos que democracia es prosperidad.

Como digo, la historia importa y, no solo la historia política, sino también la historia religiosa, la de las ideas dominantes en según qué áreas culturales, los recursos naturales, el tamaño del territorio estatal y muchos otros factores que sí influyen en la economía.

Tomemos dos parámetros que esbozaremos para llevar a cabo la crítica de que democracia=prosperidad. El histórico por un lado y, para satisfacer a los entusiastas de las clasificaciones e índices, el estadístico.

La historia importa

En una de sus obras menos conocida, el brillante historiador argentino, Marcelo Gullo Omodeo, La insubordinación fundante. Breve historia de la construcción del poder de las naciones, analiza cuatro casos históricos de naciones que pasaron de estar en la periferia del poder económico al situarse en el centro del mismo: Estados Unidos, Alemania, Japón y la República Popular China.

Como se ve en estos casos, la democracia no es el factor decisivo en la reconstrucción de su economía y de la prosperidad. Más bien fue la gestión política, el impulso que las élites dirigentes de esas naciones han llevado a cabo, permitiendo inversiones industriales extranjeras y protegiendo jurídica y políticamente, luego, esas sus industrias nacientes, lo que determinó el camino a la prosperidad:

Así lo hizo Estados Unidos con la tarifa Hamilton de 1789, a la que seguirán nuevas y más fuertes restricciones tarifarias como, por mencionar alguna de las más notorias, la tarifa MacKinley de 1890. Así también se condujo la Alemania de Federico List, empezando con el Zollverein de 1844. Japón, más tardíamente, seguirá el mismo ejemplo con la Revolución Meiji de 1868. China, finalmente, empe[1]zará a hacerlo con Mao Zedong, aunque su política sufra negativas perturbaciones ideológicas con el “Gran Salto Adelante” (1958–1960) y después con la “Revolución cultural” de 1966 hasta, prácticamente, la muerte de Mao en 1976. Le tocó así a ese extraordinario estadista, Deng Xiaoping, en su período de gobierno (1978–1988), adoptar racionalmente el principio del impulso estatal, combinándolo con una política de libertad de mercado “selectiva”, bajo la orientación del Estado. Gracias a ello es que China mantiene, desde entonces e interrumpidamente, tasas anuales de crecimiento económico del orden de 10%, alcanzando ya a convertirse en la tercera economía del mundo.”

(Marcelo Gullo Omodeo, La insubordinación fundante. Breve historia de la construcción del poder de las naciones).

Ni los Estados Unidos, pues, fueron ni son un modelo de democracia homologada a pesar de su autoproclamación como tal. Aún menos lo fueron la Alemania de Bismarck y Federico List, el Japón imperial y absolutista de la Revolución Meijí, ni la China de Den Xiao Ping hasta hoy (y suma y sigue indefinidamente su régimen autoritario de economía creciente y dominante).

La gestión de la economía depende fundamentalmente de la decisión nacional y, especialmente de las élites, en pro del poder económico y con una perspectiva de soberanía estatal. Y, con ello, esa prosperidad tan apreciada por los habitantes de las naciones y tan mal entendidas sus causas en la maraña de ideas e ideologías dominantes.

Para los amantes de las estadísticas

La historia de la Economía Política en España es asunto de otros artículos, pero voy a centrar el argumento crítico contra la falsa idea de que democracia y prosperidad económica son equivalentes, por si los ejemplos históricos no parecieran suficientes a quienes olvidan la historia y pretenden aplicar las estadísticas.

En los datos del Banco Mundial referidos a la clasificación de naciones registradas según su Producto Interior Bruto per Cápita (a valores de Paridad de Poder Adquisitivo) para el año 2021, España ocupa el puesto número 37. Por encima de él, con mayor nivel en este parámetro económico están 13 naciones con mayor calidad democrática, una presenta un nivel de democracia equivalente al español (Francia) y 22 con menor calidad democrática.

Para hacer esta comparación (democracia y PIB per Cápita) uso la misma clasificación de este parámetro, la “calidad democrática”, que publica Economist Intelligence Unit (EIU), empresa global de estudios de entornos geopolíticos para grandes corporaciones en su Democracy Index 2022.

De los 22 estados que tienen un nivel menor que España de calidad democrática y mayor nivel en PIB per Cápita, hay lo siguiente:

  • Seis Estados plenamente autoritarios: Catar, Emiratos Árabes Unidos, Brunei, Arabia Saudita, Kuwait y Barein.
  • Dos Estados híbridos o escasamente democráticos con ingredientes claramente autoritarios: Singapur y Hong Kong.
  • Once Estados con democracia homologada pero con un nivel menor que España en este parámetro: Estados Unidos, Bélgica, Malta, Corea del Sur, Italia, Israel, Eslovenia, Japón, Lituania, Chipre y Estonia.
  • Tres paraísos fiscales: Bermudas, Islas Caimán y San Marino.

Que España ocupe un más que honroso puesto 22º en el “mundial de la democracia” no parece tener una relación directa con la potencia económica medida en prosperidad por habitante, ni siquiera echando mano de los índices de las instituciones hegemónicas que promueven esa misma democracia.

Las transformaciones económicas de los últimos 40 años en España no han sido causadas por haber adoptado un sistema político, la democracia homologada, a pesar de que esta idea está implantada como si fuera una verdad.

El factor decisivo a la hora de hablar de la economía española es la entrada en el club de naciones europeas del Mercado Común, primero y de la Unión Europea, después. Lo que los españoles hemos sacrificado para ser aceptados en ese club y tener una economía subvencionada y dispuesta a aceptar todas las condiciones de esas subvenciones puede ser objeto de otros análisis.

Joaquín Santiago