El dinero presente en una sociedad es un instrumento de cambio, que no puede existir a menos que existan bienes producidos y empresarios y trabajadores capaces de producirlos. Es una vieja institución nacida de la necesidad de unos intercambios cada vez más complejos y de una población creciente. Todo ello al calor, impulso y amparo de la ciudad, primero y de los estados, después. Sin ellos no hubiera sido posible.

El dinero es la forma material del principio por el que los hombres que desean tratar entre sí deben hacerlo: por intercambio y dando valor por valor. Pero ocurre que muchas veces los estados son los mismos que atacan y perjudican a la gallina de los huevos de oro por razones ideológicas.

En la sociedad actual el dinero se ha convertido en el instrumento de cazadores de rentas que atrapan el producto de los que lo ganan con diversas excusas. Las burocracias administrativas (administraciones regionales innecesarias, ayuntamientos que más parecen pequeñas monarquías de grandes presupuestos, feminismos y otras identidades victimistas que coaccionan agresivamente y absorben dinero público) se filtran sin freno en los entresijos de los impuestos.

Cuando un empresario acepta dinero en pago por su esfuerzo productivo, lo hace sólo con el convencimiento de que lo cambiará por el producto del esfuerzo de otro, de aquel que desea voluntariamente su servicio y entrega una parte del producto de su propio trabajo. No es el Estado, ni los políticos, ni los ideólogos los que crean riqueza.

La tarea de los gobiernos es garantizar que el flujo de intercambios se produzca bajo leyes que lo protejan tanto de interferencias indebidas como de las rupturas de los contratos y de quienes atentan contra los derechos de propiedad. La riqueza es, de esta manera, generada por los empresarios y los trabajadores que actúan a sueldo de ellos.

Si el dinero es obtenido por un político o funcionario en pago a su servicio administrativo o de gestión, debe medirse con rigor la relación entre lo cobrado y lo entregado a la sociedad. No cabe que un pago a un servidor público se incremente por encima de lo que rinde a sus administrados. Y el rendimiento nunca debe estar basado en subvenciones, sino en regulaciones mínimas, no ideológicas.

Y en esto de regular es necesario ser claros. El político y el funcionario están para impedir que se rompan los contratos entre particulares, en las obras públicas que lleve a cabo se hagan con criterios de viabilidad económica y de rentabilidad para empresas y trabajadores, en regular que la educación (no necesariamente pública, sino toda) cumpla niveles de rigor científico. Y pocas, muy pocas cosas más.

Porque si no es así, el dinero obtenido por un intercambio honesto pasa de ser la causa de la riqueza general a motivo de su contrario. Un ejemplo es el Ministerio de Igualdad. La ideología de género, ese conjunto de ideas confusas, contradictorias y entremezcladas con falsedades es un modo de pensar tan legítimo como su contrario.

No por legítimo algo es válido intelectualmente pues las emisiones identitarias de dicho ministerio ni siquiera llegan a la categoría de algo digno de escuchar, pero es legítimo que haya ciudadanos que las profesen y costeen su publicidad con su propio dinero.

Mas ni esa ideología ni su contraria pueden, deben, aspirar a situarse en un lugar de la administración. Porque, a cuenta de su victimismo, administran fondos públicos, con lo que empobrecen a la sociedad, e imponen su pensamiento a los que lo rechazan. Si queremos prosperidad y queremos libertad, los arribismos interesados en sustraer dinero producido libremente y amordazar opiniones igualmente libres, sobran.

Las regulaciones que soportamos son de este tipo. Los costes mayores al erario provienen de regulaciones ideologizadas, adornadas con excusas varias. Unas son, como ya citamos, las que buscan compensar inventadas ofensas históricas a diversos grupos sociales. Las mujeres, los homosexuales, los musulmanes, los de género fluido, etc.

La paradoja que no interesa reconocer a quienes viven del negocio del feminismo dominante, es que la existencia de una burocracia destinada a combatir la discriminación tiende siempre a perpetuarse y a ampliar su presupuesto, por lo que, si se elimina el problema de discriminación, se acaban esa burocracia y su lucrativo negocio. Eficacia cero y problema permanente.

El de la ideología de género implantada como poder político es un ejemplo de excusa para extraer riqueza ganada por empresarios y trabajadores. Otro ejemplo lo ofrecen los excesos reguladores de los ecologistas, bajo cuya excusa, las ecotasas, fondos para la transición energética, regulaciones destinadas a hundir al sector agroganadero y gravar al industrial, proliferan, engordan el aparato político y administrativo.

En definitiva, el dinero, siendo una de las instituciones más dignas y acertadas de la humanidad, pierde su valor si quienes lo ganan en comercio voluntario es sustraído por quienes se encaraman al poder utilizando excusas delirantes.