En Marzo de este año se cumplieron 210 de la estampida de José Bonaparte; cuatro años y ocho meses desde su fraudulenta coronación como rey de España y de las Indias.

Demasiada pompa para otro francés, cuyo país llevaba siglos empeñado en construir un imperio, algo que nunca consolidaría hasta su entrada a sangre y fuego en África junto al otro paladín de la “civilización”: Inglaterra. Nunca el mundo había conocido tanto salvajismo, a excepción de las cacerías de indios impulsadas por los poderes públicos de EE.UU y de las nuevas repúblicas surgidas de la fragmentación de la Monarquía Hispánica, bajo el “humanitario e ilustrado” lema de el mejor indio es el que está muerto.

Después vendría la Conferencia de Berlín auspiciada por Bismarck con la única finalidad de terminar el reparto de África; en “román paladino”: saquearla con licencia para matar a quien los mirara de reojo. Recordemos que aquellos protagonistas se autoproclamaban defensores de la civilización y enemigos acérrimos de la barbarie; en realidad, fueron ilustrados al modo europeo transpirenaico, que callaron, ocultaron, justificaron y alentaron la mayor de las barbaries en loor del racismo científico.

que está mal visto por el mundo académico escribir sobre hechos históricos adjetivándolos con epítetos ¿irrespetuosos? La consecuencia de tanto remilgo ha sido el blanqueamiento de personajes de claro perfil psicópata, ocupando podios inmerecidos, al igual que los países gobernados por ellos. Ya está bien de miramientos.

Este rodeo tiene un fin: Hacer ver a los melancólicos afrancesados; a aquellos que aun hoy se lamentan de haber expulsado a las tropas napoleónicas, que “el corso” y su hermano José fueron el ariete de la Francia depredadora y despiadada hasta el día de hoy; sí, de hoy; que se lo pregunten a los africanos.

¿Es a eso a lo que llaman modernidad? ¿Esa es la España que anhelaban? Esto también va para “intelectuales” como Pérez Reverte, gran creador literario de superventas, pero que cuando habla de historia da la impresión de regresar de una fiesta muy desmelenada. José I huyó cargado de objetos de enorme valor. Fue tan sonado su robo a manos llenas -ya saben: libertad, igualdad y fraternidad- que el pueblo comentó que no se llevó la Cibeles porque no le cabía.

En 1807 las tropas francesas cruzaron la frontera española. En ese momento, el Gobierno era afrancesado, el alto mando del ejército también, al igual que la jerarquía eclesiástica; recordemos que amenazó con excomunión la desobediencia al invasor. Las minorías rectoras, que diría Ortega, o las élites, que se dice ahora, estaban encantadas con rendir pleitesía a “el corso”.

En 2023, la invasión de España no es territorial, es institucional, legal, cultural; son otros tiempos. Los afrancesados de entonces son los globalistas de hoy; todas nuestras élites lo son: la política, tanto la del poder como la inmensa mayoría de la oposición; la gran empresa; la financiera; con un ejército encantado de la vida, defendiendo no se sabe qué en Mali o Lituania; todos ellos capitaneados por la OTAN-UE, delegados del globalismo en Europa, y, por supuesto, la jerarquía eclesiástica, perfectamente alineada con el globalismo de Roma.

En 1808, el pueblo español se levantó; primero Madrid, después los demás en un contagio interminable. Seamos sinceros, fue el pueblo llano, el no cosmopolita. Moratín y sus sucedáneos se escondían muertos de miedo. Pasados dos años, Juan Meléndez Valdés escribiría la Oda a José Bonaparte; sin duda, lo haría encorvado y de rodillas. Nuevamente intelectuales al servicio de quien no se llevó la Cibeles porque no le cabía. El pueblo dio muestras de tener mejor ojo clínico que estas lumbreras; claro que en 1808 no existía la televisión y el adoctrinamiento escolar era prácticamente imposible. El pueblo llano creó el termino afrancesado en señal de desprecio y sorna.

En 2023, parte del pueblo se ha mimetizado con el cosmocatetismo de las élites e imitan a los europeístas -los nuevos afrancesados- de forma irracional. Llevamos más de dos siglos con unas élites embriagadas por los olores foráneos, antes de París, luego de Londres o Nueva York, hoy de Fráncfort o Bruselas. Analicemos cómo esta Europa trató al otro, al diferente, y si nos dieran arcadas no nos cohibamos, sería lo lógico y natural.

En una reciente entrevista, un conocido analista afirmaba que Europa es una ciénaga ¡Por fin comenzamos a darnos cuenta! La historia nos la han contado al revés. El desconocimiento de la persona de la calle, junto a la tergiversación y la mentira, han creado unos mitos con los que hemos crecido, llegando a menospreciar lo propio, lo español y, por extensión, todo lo hispano, mientras se rendía pleitesía a cualquier extravagancia foránea.

Inesperadamente, el pueblo comenzó a despertar. Se convocaron concentraciones en toda España y la gente acudió, y lo hizo un día tras otro. El PP y Vox se dejaron ver en algunas; finalmente ambos se animaron con nuevas convocatorias. Hasta entonces, la bandera preponderante era la española con alguna cruz de borgoña moteando el paisaje, recordándonos que formamos parte de una Patria Grande integrada por todas las naciones hispanas; entonces el PP mostró su cara globalista, lo que realmente es; ¿cómo? repartiendo banderines de la UE entre sus militantes y simpatizantes; el mensaje era claro: protestar, sí, pero dentro del redil de la UE, no fuera a suceder que el pueblo se percatara de que el invasor globalista no sólo es Sánchez, sino también el PP.

Una vez más, los partidos del Régimen tratando de parasitar la queja ciudadana para canalizarla a través de ellos y disolverla en su magma pútrido. No lo debemos permitir.

Nacimos mamando de la propaganda europeísta: Europa o el caos aparecía con diferentes palabras e idéntico significado en tertulias, series, cine; era el invitado fantasma de las reuniones familiares, sobremesas con amigos y un sinfín de conversaciones formales e informales. Europa o el caos, el nuevo lema de unos neoafrancesados cada vez más incultos y paletos, por más que presumieran de hablar inglés y ser algo viajados; catetos, al fin y al cabo, al son de My Taylor is rich. Los gaditanos que hacían chirigotas y se mofaban más de dos siglos atrás del asedio francés cantando “con las bombas que tiran los fanfarrones se hacen las gaditanas tirabuzones…”, hoy, no habrían dado abasto para cantar las cuarenta a tanto palurdo.

El pueblo patriota, hoy, ha ganado la calle; razón más que suficiente para continuar día tras día. Ganar la calle implica ganar el relato, y es esta victoria la que nos llevará a tumbar los planes escondidos tras la amnistía y el resto de concesiones a los separatistas. La amnistía es un primer paso; los siguientes llevarían a un zigzagueante proceso que, primero, debilitaría al Estado para, después, desembocar en una nueva organización territorial asimétrica. Tampoco lo debemos consentir.

La situación de 1808 se repite. Los decorados son otros; los personajes, también, mas el objetivo es el mismo. En 1808 se produjo la implosión de la España pentacontinental y su primera y más importante fragmentación. Si lo que hoy llamamos España cayera, no es que caería Europa, lo harían los países hermanos de América. Levantemos los ojos y dejemos de mirarnos al ombligo: Esto no es sólo un problema interno de España; eso es lo quieren hacernos ver desde el parlamento europeo.

Es una cuestión geopolítica de gran calado. Sánchez es un acólito de primer nivel de EE.UU. y el globalismo financiero ¿Por qué prohibió la prospección y explotación de la riqueza mineral de España? ¿Por el cambio climático? ¿El medioambiente? La deuda española es de 1,6 billones de euros ¿Alguien cree que las deudas no se garantizan?

Los recursos minerales son una de las partidas que avalan el cobro de nuestra deuda sideral. España está a merced de los acreedores que, casualmente, son nuestros “aliados”. Y está a merced por la continua venta de nuestros gobernantes. Sánchez es el más osado; el más despótico; el más resuelto y desvergonzado, pero no ha sido el único ni el primero.

Sigamos ganando la calle. Hagamos que triunfe el relato de la verdad. Reaccionarán convocando manifestaciones diversas: feministas, ecologistas, y otros “-istas” de diferente pelaje. Debemos seguir.

A quienes crean que exageramos, sólo les pido una cosa: No se pongan en contra nuestra y analicen la situación con objetividad. Aquí no hay ideología; es la defensa de lo de todos. Si hubiéramos sido conscientes hace 40 años de las consecuencias de la desindustrialización y hubiéramos olvidado las ideologías, poniéndonos todos a una, hombro con hombro, nuestros hijos o nietos tendrían un porvenir distinto; pero el veneno ideológico hipnotizó a demasiados, que prefirieron quedarse en casa criticando abiertamente a quienes no se rendían. 

No repitamos el mismo error

Necesitamos ganar y lo lograremos