Los pueblos están obligados al reconocimiento de sus hijos más preclaros. No cabe otra. Es de sobra conocido el artilugio de disposiciones normativas a tal fin, aunque la voluntad del legislador tropieza con demasiada frecuencia con los arcanos adivinatorios de quienes han de aplicarla. Con frecuencia, este proceso de trasladar la norma al papel, provoca un susto ciudadano al convertir el negativo de una foto risueña, en un positivo esplendoroso que ofrece los rostros de los ensalzados.

Sucede que, con asiduidad, se rompen las reglas del azar en la concienzuda búsqueda para trasladar la elección anual a la rosa de los vientos astures. Así, los padres de la patria querida nos anuncian en un sinvivir circular: los hijos putativos de Asturias.

No debería de ser un proceso complejo, difícil, ni mucho menos cabalístico. Una tarea, con irregular certeza, en la que se empeñan nuestros decisores: la concesión de las medallas de Asturias, ahora todas de oro. No puede ser menos en una tierra bendecida por un metal que aún se resiste frente a la simpleza ecológica.

¡Miren que está diáfano como los días sembrados de sol en Asturias!

La ley 4/1986, de 15 de mayo, reguladora de los honores y distinciones del Principado de Asturias (y sus modificaciones a través de Ley 2/2022) saca de dudas hasta a un dudoso. Incluidos esos que rondan por los pasillos de la Presidencia del Gobierno con miedo a meter la gamba y ver su nombre impreso en la sección de ceses del Boletín Oficial del Principado de Asturias.

Pero ya se sabe que cuando las lágrimas de la emoción propia brotan al elegir a los nuestros, la turba acuosa nubla la lectura correcta de los nombres propios ofreciéndonos sorpresas de primer orden al ocluir el lacrimal.

No importa que esté ciertamente reglamentado. Aquí se reproduce para aliviar a cualquier lector cansino que renuncia a perderse tras la normativa, aunque sea a través de la internet.

Artículo 5. La Medalla de Asturias se reservará para premiar méritos verdaderamente singulares que concurran en personas e instituciones cuya importancia y trascendencia para los intereses generales de la Comunidad Autónoma les haga acreedoras y dignas de tan elevada recompensa.

Sorprende, en primer lugar, la generosidad del medallero. ¡Cinco medallas, Jesús!

Somos conscientes de la entrega de los astures, nativos y adoptados, en la tarea común de construir nuestra patria autóctona. Así que no debería de sorprendernos la cuantía que establecen nuestros poderes llevando la cosa distributiva del metal al máximo de la normativa: una manita que parece entregarse con mano izquierda.

Algunos tacaños con estas dádivas regionales gurgutan que son muchas, que la pesquisa de los mejores requiere la lupa del valor y el tamiz de la prudencia. Pues el dispendio actual permite fluir por las rendijas de la conveniencia a meritorios con escasos méritos que empalidece el artículo cinco.

Estas líneas, probablemente desacertadas, mantienen un respeto escrupuloso a las personas. No caen en la tosquedad etimológica latina de tratar de ver ninguna máscara de personaje teatral. Hay, en lo que se escribe, el convencimiento diáfano y honesto de la integridad de cada uno de ellos. De su vida dedicada a una tarea con generosidad y entrega, dando lo mejor de sí en el convencimiento de que sus acciones son lo que deberían.

En algunos casos, con reiterativa cerrazón, no se aprecia, como ya se ha dicho, la singularidad del meritorio y sus logros contributivos a la gran Asturias. Tal suerte distributiva no puede asemejarse a un mercadillo de baratijas soviéticas donde adquirir al peso medallas y condecoraciones.

Hace ya algunos años que se observa una cierta orientación a recomponer el sufrimiento y entrega política en un bien superior. Así, con esta línea de arbitrio nos abocamos a pasitos lentos a un deslucimiento del verdadero valor de los Grandes de Asturias.

Pero aún en estos términos, no cabe extender una laudatio, ni siquiera a un padre putativo de la politikós griega entronizada. Un señalamiento social que no se adivina a la altura de lo que ha de buscarse.

Este criterio asignatario acabará aminorando la distinción, arrastrando consigo a los distinguidos, transformando su valía en un asunto menor.

Es, ciertamente necesario, persistir en la búsqueda indesmayable de la singularidad meritoria de los nuestros.