Hace unos años un amigo entró al despacho de su director con semblante serio y cara de preocupación: le acababan de encomendar la dirección de un proyecto y ya en la fase incipiente había detectado una serie de desviaciones y servidumbres a favor del cliente que, o bien no habían sido contempladas o bien se habían pasado de soslayo por parte de otras instancias de su empresa.

Al salir de aquella reunión su cara era más pálida aún que al entrar: según nos contaba anonadado, su jefe había escuchado con atención su exposición, para después, sin perder la sonrisa y tras una breve meditación, aconsejarle:

  • Todas estas cosas debes decirlas a la alta dirección, total… ¿qué es lo peor que te puede pasar?: ¿que seas incómodo para alguien y te echen a la calle?… pues igual eso no es lo peor y te viene hasta bien.

Cuando decidió entrar al despacho de su superior, mi amigo sabía que era para transmitir un problema, para poner de manifiesto que la “letra pequeña” que había descubierto en el contrato de su proyecto tendría un importante impacto negativo en el desarrollo y el resultado del mismo, y era consciente también de que esa información podía ser incómoda y dejar en evidencia la incapacidad (mejor pensar eso antes que en mala fe o incluso alevosía) de otras personas de su empresa; no se esperaba una felicitación por haber hecho –muy bien, por cierto- su trabajo… pero tampoco imaginaba la reacción de su superior al enterarse de lo que le acababan de contar.

Ahora bien, repasemos la escena de nuevo: el director en cuestión escuchó a nuestro protagonista y, lejos de sobresaltarse o interesarse con una mayor profundidad por lo que se estaba poniendo de manifiesto y la gravedad del asunto, decidió seguir de largo, ponerse de perfil, no actuar… quizás porque ya era conocedor de aquellos detalles o porque haberlos denunciado ante jerarquías superiores supondría levantar la mano para revelar un problema, “mancharse”, dar explicaciones, enfrentarse a otros departamentos o a otras personas de su misma organización y -en definitiva- convertirse en alguien molesto; pero no contento con eso, se atrevió a aconsejar a su pupilo que él mismo hiciera ese trabajo so pena de ser despedido en el peor de los casos.

Desgraciadamente, en nuestras empresas y en nuestra sociedad abundan las personas que en casos similares actuarían como el jefe de nuestro amigo: valoran la situación, meditan si la acción que tienen que tomar es lesiva para sus propios intereses y, en caso de riesgo, corren el manido “tupido velo” o hacen delegación de responsabilidad en el subordinado de turno para que lidere una batalla que no le corresponde liderar. Pero lo sorprendente de estos casos es que estoy seguro de que, de la misma manera que actúan así con su equipo de trabajo y se hacen expertos funámbulos -dignos familiares de los mismísimos Bordini- para mantenerse en el alambre, estos mismos personajes serán los primeros en elevar el tono para reclamar en el colegio de sus hijos, justificar lo injustificable si el niño no trabaja o tiene un comportamiento manifiestamente mejorable o exigir sus derechos como clientes en cualquier empresa o establecimiento que les preste un servicio, por poner sólo un par de ejemplos.

Para situaciones como la reunión de nuestros protagonistas y la reacción del director hacia su subordinado los ingleses tienen una expresión muy apropiada que es “PUT YOURSELF IN SOMEONE’S SHOES” (ponerse en los zapatos de alguien), que ellos mismo definen como “hacer un esfuerzo para imaginar cómo te sentirías o actuarías si estuvieras en la misma situación que esa otra persona”.

A veces se nos olvida que cada uno tenemos unas circunstancias personales y/o profesionales que nos influyen, inducen o limitan para actuar de una determinada manera, por lo que deberíamos tener siempre en cuenta la situación del prójimo antes de juzgar y -mucho menos- aconsejar u ordenar una actuación determinada: convendrán conmigo que es de cobardes y mezquinos inducir a otros a tomar la acción que nosotros no nos atrevemos a tomar, o esperar que otros actúen con una valentía o un coraje que nosotros no tendríamos en su misma situación, o –tal vez- exigir la capacidad que a nosotros nos falta u obligar a esfuerzos que nosotros estamos dispensados por posición o no estamos dispuestos a asumir por convicción o por otro motivo.

Ponerse en los zapatos del prójimo es la premisa de partida para todo aquel que quiera ser un líder, aspire a tener responsabilidad sobre un equipo de trabajo o, simplemente, quiera mantener una línea ética en su estilo de vida.