Un amigo compartía hace unas semanas la portada de ese libro en uno de mis grupos favoritos de Whatsapp. Confieso que aún no lo he leído, pero sólo el título me ha creado cierto interés.

Mientras el pensamiento de Mr. Wonderful se fomenta y va calando en una buena parte de la población, con sus indudables beneficios para la salud mental diaria y la motivación de mucha gente, están por ver los efectos de tanto pensamiento positivo a largo plazo: los problemas están ahí y muchos de ellos no se solucionan sólo con una ración diaria de optimismo.

Hay otras personas que, inasequibles al desaliento, militan en el impertérrito ejército de los que sostienen que “hay tantas cosas por las que preocuparse que esto es un sinvivir…” (es verídico, lo he escuchado) y convierten sus vidas en auténticos Vía Crucis empalmando sucesivas estaciones de angustias, preocupaciones e inquietudes sin dejar que ningún cireneo se les acerque a ayudarles a portar su particular cruz, eternamente acongojados y sin tiempo siquiera para valorar la compañía de sus seres queridos o para pasar un momento distendido y alegre con sus amigos.

Por ejemplo, un amigo nos habla a veces de un colega de trabajo al que ya han bautizado como TRISTÓN, y cuyo rictus serio y sus pocas palabras ya anticipan que su compañía difícilmente será un festival del humor; un hombre cuyas virtudes profesionales se quedan ocultas muchas veces detrás de una proyectada imagen gris que hace que todo sean dificultades: desde cualquier proyecto o consulta profesional que le llega hasta el cuidado con sus ingestas diarias, dado que muchas comidas, algunas bebidas o el café diario le provocan ardores y digestiones pesadas.

Pero el premio a la antítesis de Mr. Wonderful se lo lleva el APOCALÍPTICO: un hombre del que muchos de sus compañeros huyen tan pronto como lo ven asomar por la puerta del departamento o enfocar la zona común donde suelen hacer la pausa para tomar un merecido café. Por lo que nos ha contado mi amigo, debe ser un hombre con un nubarrón tormentoso encima que no deja momento para un esperanzador rayo de sol; la mera convivencia diaria con ese hombre debe ser una prueba titánica para el espíritu más optimista, puesto que lleva años prediciendo la quiebra de su propia empresa, pronosticando el desastre catastrófico en los proyectos en los que participa (y en los que no participa también) y hasta advirtiendo el agotamiento del dinero en la caja de su empresa para hacer frente a los pagos corrientes de nóminas y proveedores.

Otro buen amigo -al que tengo por más equilibrado- solía sentenciar, haciendo suya la célebre frase de Mario Benedetti, que “un pesimista es sólo un optimista bien informado”, pero ya saben que, independientemente del nivel del líquido en el vaso, éste siempre estará medio lleno o medio vacío en función del punto de vista y del talante del observador.

Vivimos en una época en la que parece que se huye del análisis reflexivo, de la serenidad o de la neutralidad en las emociones, y cualquier mínimo indicio nos puede hacer volar de optimismo o sumergirnos en el valle de la desesperación del efecto Dunning-Kruger:  https://www.aureliodevesa.com/overbooking-en-el-monte-de-la-ignorancia%e2%80%8b/

Las redes sociales han ayudado mucho a que así sea y estamos obligados no sólo a ser felices y lanzar mensajes de optimismo como si estuviéramos en la orquesta del Titánic mientras el barco se hunde (aplíquese a nuestras vidas o nuestros trabajos), sino a mostrar una fachada de optimismo ante la vida que casi con total seguridad conllevará un desengaño y una decepción que pueden ser demoledores para nuestra estabilidad emocional.

Si ser devoto del pesimismo perpetuo puede llegar a ser tóxico para nosotros y los que nos rodean, afectando seria y severamente a nuestra salud, mucho más peligroso es -en mi modesta opinión- construir una fachada frágil que proyecte unos supuestos estados de optimismo y felicidad en nuestras vidas mientras que los problemas reales minan nuestros cimientos como la humedad inunda por capilaridad y debilita las paredes de una vieja casa.

Nuestra sociedad actual tiene que acostumbrarse a que los problemas llegan y no es bueno afrontarlos con pesimismo, pero tampoco con un optimismo impostado: sólo desde la reflexión, la confianza, el tesón, el trabajo y la fe se superarán nuestras dificultades o aprenderemos a vivir con ellas.