En aeronáutica, el término “punto de no retorno” se refiere al punto en el que, durante un vuelo, una aeronave no tiene suficiente combustible para regresar al punto de partida y debe continuar hacia su destino o buscar un destino alternativo, ya que volver sería imposible debido a la distancia y la cantidad de combustible disponible.

En física, el concepto del “punto de no retorno” se utiliza en diferentes contextos: por ejemplo, en el estudio de agujeros negros, se utiliza para referirse al horizonte de eventos, que es el límite a partir del cual nada -ni siquiera la luz- puede escapar debido a la intensa gravedad del agujero negro; una vez que algo ha cruzado el horizonte de eventos se considera que ha alcanzado el punto de no retorno y no puede volver atrás.

También se puede aplicar a situaciones en la física de partículas o en dinámica de sistemas, donde ciertos cambios o condiciones conducen a un punto crítico a partir del cual ya no se puede revertir el estado o el comportamiento del sistema, alcanzando un punto de no retorno en el cual el sistema sigue un curso determinado sin posibilidad de retroceder a su estado anterior (recordemos, por ejemplo, el límite elástico, del que ya hablamos anteriormente:

Ver en el blog Carta del Norte, de Aurelio S. Devesa, el interesante artículo El límite elástico.

Las personas también tenemos nuestro “punto de no retorno” -nuestro límite- que alcanzamos cuando determinadas condiciones o circunstancias saturan nuestra paciencia y nos hacen colapsar cambiando nuestro comportamiento para siempre o -incluso- induciéndonos a tomar decisiones disruptivas.

¿Cuándo llega nuestro “punto de no retorno”?

Supongo que un primer aviso llega con un desengaño o una experiencia no esperada por parte del entorno: amigos, parejas o empresas a veces se comportan de una manera inesperada para nosotros que nos hacen cambiar primero nuestra percepción y más tarde nuestra respuesta o comportamiento hacia la otra parte.

El cambio ante una experiencia no esperada y -en cierta medida- desagradable depende de cada uno y podríamos asemejarlo a algunas actitudes ante pruebas médicas, como por ejemplo las de determinados varones a los que una exploración urológica no les incomoda para nada y asisten encantados a revisiones prostáticas periódicamente (algunos incluso con más periodicidad de la clínicamente establecida), en contraposición a la sensibilidad de otros hombres, a quienes les basta con el primer tacto rectal para no asomarse más por la consulta del urólogo salvo problema grave o insistente prescripción médica.

Hace ya algunos años, tres excompañeros de largo recorrido y amplia experiencia en la empresa coincidieron para cenar con la mujer de uno de ellos que además es psicóloga. Inevitablemente la velada acabó con ellos tres hablando del proyecto en el que estaban involucrados, de trabajo y de la empresa… y en un momento dado ella les interrumpió para diagnosticarles: “disculpad que os interrumpa, pero los tres tenéis el síndrome de la mujer maltratada”, a la vez que les aconsejaba salir cuanto antes de ese ambiente y de esa relación (aunque fuera laboral).

El síndrome de la mujer maltratada no sólo implica violencia física, sino que engloba un conjunto de síntomas observados en personas que han sido maltratadas, y que se caracteriza por un ambiente de violencia psicológica que cursa en la parte sufridora lesiones o síntomas como baja autoestima, ansiedad, depresión, sentimientos de culpa o vergüenza, aislamiento social, miedo al represor o dificultad para tomar decisiones: ¡cómo estarían mis excompañeros para que una profesional les diagnosticara casi de inmediato!

¿Y por qué aguantamos?, ¿por qué no cambiamos?

En primer lugar, aguantamos estas situaciones por el miedo al cambio, por el vértigo a tomar decisiones y salir de la comodidad de la vida que llevamos, un freno tanto mayor cuanto más longeva es la relación de la que queremos salir; pero, en segundo lugar y fundamentalmente, toleramos esa situación por la mochila que cada uno llevamos sobre nuestros hombros:

Para la mayor parte de nosotros la misma mochila en la que llevamos el alimento y la estabilidad para nuestras vidas es el laste más importante que impide un cambio radical e inmediato, pero tal vez nos venga bien para no dar resbalar y esperar la oportunidad más propicia para ese cambio que –sin duda- debemos dar si no estamos en el sitio adecuado para nosotros: tengamos siempre en cuenta que ese ambiente tóxico que nos afecta directamente también repercute en nuestros seres queridos.

Cuando el ambiente se vuelve irrespirable lo mejor es salir de ahí, romper esa relación, pero de una manera sopesada y sin dar pasos en falso: la oportunidad llegará, sólo hay que esperarla de una manera activa y encontrar el momento adecuado.

Acabamos de pasar una pandemia que nos ha puesto a todos a prueba, pero no olvidemos que antes veníamos de una crisis económica que afectó seriamente a nuestra calidad de vida, y que nuestra sociedad se enfrenta ya desde hace algunos años a retos que tendremos que asimilar y digerir para mantener una aceptable salud mental: en mi modesta opinión, este es el mayor hándicap al que las personas y las empresas se enfrentan en la actualidad para evitar ambientes tóxicos que propicien “puntos de no retorno” y decisiones disruptivas en las que –a veces- no sólo ambas partes salen perdiendo, sino las vidas de terceros se ven afectadas por situaciones en las que es tan evidente el origen del problema que lo que cuesta entender es la razón por la que nadie pone una solución.