Hace unos días uno de mis contactos se lamentaba de que su empresa “era un desastre”, a lo
que yo le respondí que no debía confundir “empresa” con “personas”, como voy a intentar
aclarar a continuación:


Las empresas desempeñan un papel crucial en la economía, tanto en el marco global como en el ámbito local, contribuyendo al crecimiento económico, la creación de empleo y el desarrollo social: las sociedades necesitan a las empresas para su subsistencia, entre otras cosas –y más allá del desarrollo social y económico- porque son las empresas las que producen los bienes y ofrecen los servicios que la sociedad necesita.


Estar en nómina de una empresa razonablemente veterana -como es el caso de mi colega- es una ventura digna de reconocimiento si tenemos en cuenta que la vida media de una empresa en nuestro país no llega a los 12 años (por los 19,6 años de media en Europa); si además consideramos que -según las estadísticas- el 61,5% de las empresas que se crean en España no alcanzan los 5 años de vida, creo que los asalariados que trabajamos en empresas privadas deberíamos considerarnos afortunados.


Una empresa es una entidad, y su misión, visión y valores son responsabilidad de todos los que trabajan en esa empresa, desde el dueño hasta el último becario: obviamente no todos los miembros de una empresa tienen la misma cuota de responsabilidad en la imagen que se proyecta, pero en el día a día a las empresas las hacemos funcionar para bien o para mal todos y cada uno de quienes formamos parte de esa “familia”, y por eso conviene analizar y separar el grano de la paja, discernir quién traza las líneas y quién hace el camino, quién engrasa los engranajes o hace el mantenimiento para que todo siga funcionando y quién ve los toros desde la barrera… o pone palitos en las ruedas.


Más arriba recordábamos el dato estadístico de que la vida media de una empresa en nuestro país no llega a los 12 años, dato a mi juicio muy preocupante y que quizá sea debido -por una parte- al mal hacer de muchos directores que no han podido o no han sabido gestionar mejor los designios de sus empresas, pero también a una sociedad más moderna, independiente y en cierto modo egoísta, una sociedad –por otro lado, y como muestra de la “fortaleza” de los lazos y compromisos adquiridos voluntariamente- en la que cada vez nos casamos menos y nos divorciamos más.

Hoy en día muchas empresas parece que han desistido de motivar o vincular a sus trabajadores, pero quizá la razón no debiéramos buscarla más allá del otro lado del tablero, donde hay personas reacias a la motivación que tampoco están por la labor de ir más allá del compromiso estipulado en el contrato, evitando así más lazos que puedan atarles para salir tan pronto como les llegue una oportunidad más brillante o tan sólo ilusionante.


Las empresas no son “desastres”, los desastres (en caso de haberlos) somos las personas y las decisiones que tomamos. Como dice la canción de Fito Cabrales “siempre es la mano, y no el puñal”:

Sean cuales sean la misión, visión y valores de una empresa, sus raíces y su esencia deberíamos ser las personas: de nosotros depende en buena medida la imagen que se proyecte al exterior, relaciones con clientes, proveedores, comunidad… o incluso el funcionamiento interno, y por eso es tan importante cuidar a las personas y cultivar la motivación y su vinculación al proyecto.


Hace un par de semanas, con motivo de la noticia del cierre de uno de los hornos de ArcelorMittal en Asturias comenté que “Sin industria no hay paraíso”, porque creo que nuestra sociedad ha perdido la perspectiva de la imprescindibilidad de nuestra industria y nuestras empresas: por más Agenda 2030 que nos quieran imponer nuestra sociedad necesita actividad económica no sólo para mantener su desarrollo económico, sino para subsistir, y eso sólo lo podremos mantener de la mano de las empresas.