Puede parecer hasta jocoso, si no fuera por lo que nos jugamos en ello, ver cómo tras el caso Ábalos-Koldo, aparecen como de la nada casos referidos al PP en los grandes medios de comunicación. Desde que Pedro Sánchez lanzó una cruzada contra todas las corrupciones “vengan de donde vengan” salen casos cogidos por los pelos como el de la pareja de Isabel D. Ayuso, evasiones fiscales de Eduardo Zaplana, reflejos de lo que hizo Rodrigo Rato, en fin. La consigna sanchista es relativizar y llevar al olvido los manejos millonarios de su aparato de poder.

Y no es que no haya que investigar, todo lo contrario, sino que está más que demostrado que los casos de la oposición tienen un calendario publicitario a medida del gobierno. Me encanta que se investigue todo, pero no que el gobierno de turno diga cuándo sacar a la luz “lo de los demás” para opacar lo propio.

¿Y cómo se llega a que los medios de comunicación parezcan ecos bien acompasados al requerimiento del gobierno?

El poder político propende a subordinar a los grupos mediáticos mediante las diferentes modalidades de publicidad institucional. Sobre ello, el profesor Rallo es claro aunque se queda corto en la estimación de los millones de euros con los que riega este gobierno a los medios de comunicación supuestamente privados:

Y se queda corto en la estimación porque cada vez que hay una convocatoria electoral, y en 2023 hubo dos, la manguera de dinero para prensa, televisión, radio, productoras y medios digitales es mayor:

Aún queda la duda de si son sectarios los medios porque los lectores y escuchantes lo quieren así, o lo admitimos porque previamente ha habido una colonización política de esos medios y, claro, nos hemos acostumbrado tanto a ello que acabamos normalizando que sea así.

Los ciudadanos no reclaman ya información veraz, sino información oficial. La pereza mental propia del ser humano hace su aparición. Si nos bombardean con monotemas y monoenfoques acabamos dejando de esforzarnos en la búsqueda de verdades: la capacidad de sospecha racional del ser humano es costosa mientras que la de la sospecha sectaria es muy facilona. Uno tiende a creerse más crítico porque se adscribe a un bando que critica al contrario y tiende a adscribirse al bando que más titulares sufraga con dinero público porque ¿para qué molestarse en buscar siempre información alternativa?

Con esta combinación de pereza mental y activismo gubernamental, el resultado es el que es. Mas la pereza mental NO es una ley inexorable. La pereza en el deporte está subsanada con la tensión competitiva, ¿no? Y lo mismo ocurre con la pereza empresarial, por la que el acomodaticio paga un alto precio por su abulia. Una abulia, eso sí, que solo aparece en uno y en otro cuando el árbitro está comprado o cuando el gobierno ayuda a un empresario frente a los demás. La vagancia de los ciudadanos se combate con la competencia real entre medios de comunicación sin injerencias gubernamentales.

Habrá medios que ofrezcan medias verdades o abiertamente falsedades, pero si no reciben apoyo oficial se ven las caras con medios serios y útiles.

Urge, pues, acabar con la llamada publicidad institucional, tanto la directa como la indirecta. Los anuncios oficiales de campañas ministeriales, con consejos paternalistas, de “concienciación” ideológica están de más. Pero también sobran los contratos gubernamentales que las televisiones del gobierno y de las autonomías firman con productoras vinculadas a medios de comunicación privados. Estos reciben dinero con prescripciones: no hablar de ciertas cosas que molestan a los políticos, transmitir un bienestar que no existe o problemas que tampoco hay.

En suma: ¿Se puede suprimir todo tipo de publicidad institucional? Sí se puede y sí se debe. El presidente argentino la ha suprimido. ¿Quién lo hará en España?