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Hans Morgenthau

En la década de 1960, Hans Morgenthau (foto de portada) se convirtió en una voz prominente contra la intervención estadounidense en Vietnam. A pesar de ser un firme anticomunista y haber respaldado la política de contención en sus inicios, argumentó que Vietnam era un error desde una perspectiva realista: no servía al interés nacional de EE.UU., agotaba recursos y poder y carecía de un objetivo estratégico claro.

Realismo político

En las relaciones internacionales existen diversas teorías que buscan explicar las interacciones entre los Estados, sus objetivos, los métodos que emplean y los supuestos que guían dichas dinámicas. Entre ellas, la que nos interesa —y que consideramos clave para interpretar muchos eventos ocurridos desde la llegada de Donald J. Trump a la Casa Blanca— es el realismo político.

Esta teoría se centra en la premisa de que los Estados, al igual que los individuos, se rigen por la gestión del poder, el interés propio frente a terceros y la prioridad de garantizar su supervivencia por encima de consideraciones morales o éticas. Estas últimas se asocian con el idealismo, una corriente opuesta al realismo político.

A lo largo de la historia encontramos ejemplos que preceden a la definición explícita del realismo político por Hans Morgenthau. En el siglo XVI, Maquiavelo, en El Príncipe, adopta un enfoque pragmático hacia el ejercicio del poder, aceptando que, si es necesario preservarlo mediante actos inmorales o crueles, así sea, sin reparar en consideraciones éticas. Un siglo después, Thomas Hobbes, en El Leviatán, traslada el estado de naturaleza del ser humano —descrito como ‘solitario, pobre, brutal’— a los Estados, en un escenario anárquico sin autoridad ni reglas. Por su parte, Carl von Clausewitz, el destacado estratega prusiano del siglo XIX, afirmó en su célebre frase ‘la guerra es la continuación de la política por otros medios’, ilustrando cómo el poder militar resulta esencial para que los Estados alcancen sus objetivos.

Como decíamos, será el politólogo alemán Hans Morgenthau quien ordene en su “Política entre las Naciones” (1948) los conceptos claves del realismo político:

  1. La política se rige por leyes objetivas ancladas en la naturaleza humana, inherentemente competitiva y egoísta, más allá de culturas, países o épocas.
  2. Los Estados actúan para preservar su poder, sea cual sea su naturaleza, y buscan maximizarlo.
  3. Las formas de alcanzar el poder pueden variar (alianzas, comercio), pero el interés subyacente permanece inalterable.
  4. No existe una moral universal, menos aún entre los Estados: si es necesario engañar para protegerse o prosperar, que así sea.
  5. No hay un interés universal ni valores absolutos; cada Estado define sus prioridades según el contexto en que se desenvuelve.
  6. La política lo abarca todo, subordinando los demás ámbitos de la sociedad (económico, social, etc.) a sus designios.

Además, aportó una serie de ideas que ampliaron los conceptos clave:

  1. La política es un juego de suma cero: no todos pueden ganar; algunos deben perder para que otros prosperen. La Guerra Fría ilustra perfectamente este principio.
  2. El equilibrio de poder representa el estado natural más deseable: los contrapesos entre actores son el mejor garante de la paz.
  3. No cabe la imprudencia, la osadía ni la necedad: el Estado no debe embarcarse en aventuras militares que arriesguen su estabilidad.
  4. El idealismo y las políticas de apaciguamiento de los años treinta permitieron que Hitler avanzara demasiado. La paz no nace de buenas intenciones, sino del ejercicio realista del poder.

Idealismo político

Woodrow Wilson

La Primera Guerra Mundial dejó al mundo moderno en estado de conmoción. Una vez finalizada, el vigésimo octavo presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, se sintió moralmente obligado a reorganizar el ámbito de las relaciones internacionales y a diseñar un mecanismo que resolviera los conflictos antes de que desembocaran en otra catástrofe bélica. Sus ideales se concretaron en 1919 con la creación de la Sociedad de Naciones, cuyos ‘Catorce Puntos’ buscaban establecer una paz duradera basada en la autodeterminación de las naciones y la cooperación mutua. Esta Sociedad de Naciones sería el precursor de la actual Organización de las Naciones Unidas.

Los conceptos mencionados previamente (paz, cooperación) ya sugieren que poco tienen en común con el realismo político. El idealismo aboga por un orden mundial justo y pacífico a través de la creación de instituciones que prioricen la diplomacia y el diálogo, regidas por normas fundamentales donde la moral y la ética desempeñan un papel central. Todo ello, claro está, supeditado a que el desarrollo de las naciones se sustente en el respeto mutuo y el progreso colectivo.

Sin embargo, el proyecto de Wilson no logró gran éxito: las profundas heridas dejadas en Europa tras la Gran Guerra sembraron las semillas que, a finales de los años treinta, desencadenaron el segundo gran conflicto global.

Estados Unidos 

La primera potencia mundial ha sido históricamente el principal baluarte del realismo político. Solo en el siglo XX abundan ejemplos evidentes de que, con mayor o menor pragmatismo, casi todos sus presidentes han abrazado esta doctrina.

  • Roosevelt impulsó la política del gran garrote (Big Stick Policy) para consolidar la hegemonía occidental, una estrategia que le permitió negociar la independencia de Panamá y asegurar el control del Canal, así como mediar en el conflicto entre los imperios ruso y japonés.
  • Eisenhower, en la década de 1950, elevó la Guerra Fría a su apogeo en un duelo sutil con la URSS, inclinando la balanza a su favor mediante alianzas como la OTAN, que le otorgaron una ventaja estratégica, mientras extendía su influencia en Asia (Irán) y América del Sur (Guatemala).
  • Richard Nixon, con Henry Kissinger como aliado clave, demostró habilidad al cultivar relaciones con la URSS y China —naciones comunistas—, preservando la hegemonía estadounidense sin comprometer sus intereses.
Trump, Johnson y Rooselvelt
Trump, Johnson y Roosevelt

Donald J. Trump se inscribe en esta misma tradición. Ya en su campaña electoral proclamó que, bajo su liderazgo, los conflictos en Palestina y Ucrania se resolverían rápidamente. Y todo indica que así será.

Rusia

El Muro de Berlín, la perestroika, la glasnost, la independencia de las repúblicas soviéticas y los países del bloque del Este marcaron un período convulso. En esencia, las últimas décadas de la URSS y el espacio postsoviético han resultado traumáticas tanto para sus líderes políticos como para su pueblo. Los años noventa, bajo Boris Yeltsin, estuvieron marcados por conflictos en Chechenia, Ucrania y Georgia, una profunda crisis económica y una ardua transición hacia el capitalismo. El siglo XXI trajo consigo a Vladimir Putin, quien se enfrentó a nuevos desafíos internos —como la Segunda Guerra de Chechenia—, conflictos externos —la guerra con Georgia y la anexión de Crimea— y crecientes tensiones internacionales con antiguos miembros de la URSS.

Rusia, un país que durante décadas ha buscado ampliar su esfera de influencia, se encontró con la pérdida irreversible de las repúblicas bálticas, ahora integradas en la UE y la OTAN. En respuesta, ha volcado sus esfuerzos hacia Bielorrusia y Asia Central, persiguiendo una hegemonía que en tiempos pasados parecía firme e inquebrantable.

Ucrania

El conflicto entre Ucrania y Rusia hunde sus raíces en la Edad Media, cuando Ucrania era conocida como la Rus de Kiev. En el siglo XVIII, en el apogeo del Imperio ruso, Ucrania se integró en él como una nación subordinada, empobrecida y mayoritariamente analfabeta. La revolución bolchevique despertó esperanzas de modernización, pero pronto se transformó en una de las mayores tragedias de la historia: la gran hambruna (Holodomor) que dejó millones de ucranianos muertos.

Tras ello, Ucrania sufrió la invasión nazi durante la Segunda Guerra Mundial y, hasta la caída de la URSS, disfrutó de cierta estabilidad y prosperidad. En 1991, con la disolución de la URSS, se constituyó como Estado independiente. En la década de 2010 emergió el dilema de alinearse con Occidente o romper definitivamente con la influencia rusa, una decisión compleja en un país donde la mitad de la población habla ruso y se identifica con esa cultura.

En 2014, Putin lanzó su primera incursión en Ucrania, y en 2022 el conflicto se intensificó, un enfrentamiento que aún hoy, en 2025, sigue cobrándose miles de vidas.

Conclusiones

Tanto Donald Trump como Vladimir Putin se alinean con la corriente realista: ambos buscan fortalecer su poder interno y extender su influencia más allá de sus fronteras, aspirando a consolidar sus naciones como imperios. En contraste, el idealismo de la Unión Europea ha prolongado el conflicto sin vislumbrar una solución cercana, mientras que la ONU y otros organismos internacionales se han mostrado impotentes para hallar una salida.

El conflicto en Ucrania no reporta beneficios claros a las dos grandes potencias. Estados Unidos asume enormes costes al sostener a la OTAN, drenando recursos que podrían destinarse a mitigar una inflación galopante, factor clave en la derrota demócrata.

Esfuerzo económico realizado EE UU y UE. Elaboración propia.

Rusia, por su parte, necesita reafirmar que no ha perdido su hegemonía territorial y evitar que más países de su antigua órbita, como ya ocurrió con Polonia o las repúblicas bálticas, se sumen a la OTAN.

Sin embargo, el precio económico resulta insostenible: Estados Unidos ve mermados sus recursos internos mientras Rusia, aunque ha sorteado parcialmente las sanciones internacionales gracias a aliados como China y Bielorrusia, pierde los frutos de sus exportaciones, especialmente de gas e hidrocarburos.

Desde la perspectiva realista, si Ucrania no logra defenderse de Rusia, debería someterse pues la comunidad internacional carece de legitimidad para intervenir salvo que sus intereses, seguridad o posición se vean directamente amenazados, algo que no ocurre. La respuesta internacional ha sido deliberadamente tibia para evitar una escalada bélica: se ha apoyado a Ucrania con medidas menores, prohibiendo explícitamente el uso de armamento avanzado o el despliegue de tropas de la Alianza Atlántica.

La hipótesis de que, tras ocupar Ucrania, Putin proseguiría hacia territorios fuera de su hegemonía histórica parece poco plausible; desafiar a la OTAN no es ni práctico ni conveniente.

Estados Unidos rehúye conflictos bélicos que dañen sus intereses económicos y Rusia los evita por el inmenso desgaste interno y externo que padece, aunque el liderazgo férreo de Putin logra que la lucha por la hegemonía justifique los sacrificios actuales.

De persistir el conflicto, la devastación de Ucrania será mucho más severa, dificultando una recuperación que dependerá en gran medida de las contribuciones de las naciones europeas y la OTAN, con un coste aún más elevado.

Por tanto, la intención de Donald Trump es la más inteligente y la que reporta mayores beneficios (o menores costes) a los protagonistas.

Estados Unidos, tras años de declive en su hegemonía, se consolida como el imperio realmente existente, eclipsando a los históricos imperios hispánico, asiático e islámico. Rusia, por su parte, fortalece su presencia en la plataforma continental del antiguo Imperio Soviético, viendo satisfechas sus aspiraciones y estableciendo nuevos límites claros para dicha esfera.

El territorio ucraniano reclamado por Vladimir Putin abarca el 20% de su extensión y se limita a regiones históricamente afines a Moscú. La resolución del conflicto facilitará una pronta reconstrucción del país. Mientras tanto, la Unión Europea se desvanece como actor relevante en el escenario internacional, y Estados Unidos deja de actuar como su tutor y como el principal sostén de la OTAN, una alianza que, aunque también le beneficia, ya no prioriza.

Los recursos destinados al conflicto se reorientan hacia el crecimiento económico. Las voces de los idealistas que predominan en los organismos internacionales pierden toda relevancia: solo el ejercicio del poder por parte de la estructura hegemónica logrará poner fin al enfrentamiento a un coste menor que el de prolongar la situación actual.

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