
Hace unas semanas mi hijo pequeño me preguntó: “papá, ¿te gusta tu trabajo?”, y les confieso que la contestación -después de meditarlo un rato- fue: “me gustaba…”.
Esa respuesta merece una explicación y una aclaración porque en realidad el segmento de negocio de mi empresa no ha cambiado: seguimos haciendo los mismos productos y las tareas son similares, pero creo que -en general, y sin entrar en más detalles- tanto en mi empresa como en otras muchas de nuestro sector que visito con cierta asiduidad se trabaja peor en los últimos años, cuando las nuevas herramientas y la experiencia deberían hacernos trabajar mejor o de una manera más saludable.
Para seguir profundizando en este tema permítanme separar la “parcela profesional” (donde no voy a entrar en este momento) de la que podríamos denominar “componente social” o “relacional” de nuestra vida laboral. Si nos referimos a esta última componente, creo que sin duda antes nos divertíamos más y lo pasábamos mejor, rara era la semana en la que no había una broma o una anécdota que compartir y con la que pasar un rato agradable; había tiempo para trabajar, para hacer frente a los problemas y que las cosas salieran bien y, a la vez, para considerar aquella vida laboral como un espacio o una parcela importante de nuestras vidas en la que no faltara el humor.
Hoy en día parece que eso ha pasado a otro plano y las empresas, a pesar de promover espacios seguros, amigables y políticas para una buena salud mental, se han convertido en ecosistemas grises donde se echan de menos las risas de cada día y se añoran las del pasado.
Hace algunos meses ya hablé de algunas bromas en otro artículo: https://www.aureliodevesa.com/once-dias-sin-vivir/ pero hoy me gustaría recordar un par de anécdotas, hechos o acciones sin intención de buscar la chanza, que acabaron provocando momentos descacharrantes para aquellos a los que nos tocó vivirlos de cerca.
Hace un montón de años, la dirección de una empresa que yo solía frecuentar tuvo la idea de cambiar los antiguos urinarios que llegaban hasta el suelo por otros más modernos que irían colgados de la pared. Cuando los nuevos urinarios llegaron al almacén, el equipo de mantenimiento (algún día hablaremos de lo necesarios que son los equipos de mantenimiento en muchas empresas) se puso manos a la obra y en unos pocos días estaban instalados perfectamente… o no: enseguida empezaron las quejas, pero no sobre la fontanería, sino sobre la altura a la que habían colgado los nuevos urinarios.
El jefe de mantenimiento rondaba el metro noventa y los había instalado a su altura, así que cuando la mayor parte de sus compañeros iban al baño tenían que orinar de puntillas o hacerlo en algún retrete libre; supongo que no será difícil para el lector imaginar la estampa de un montón de hombres estirándose para llegar al urinario y miccionar de puntillas o esperando turno por un retrete libre para vaciar la vejiga.
Reconozco que alguna imagen nos sirvió para amenizar la cotidiana comida y pasar un rato divertido, pero las quejas pronto llegaron a la dirección y no tardaron en dar las pertinentes instrucciones para colocar los urinarios a una altura estándar o -al menos- razonable para el común de las gentes.
Otra de las anécdotas más graciosas que recuerdo fue el producto de una situación tan inocente por mi parte como embarazosa para los que la protagonizamos, que tuvo lugar más o menos en la misma época de la anécdota anterior: para ponerles en situación, les describiré que nuestra oficina formaba parte de un barracón donde, además de estar ubicadas las oficinas de inspectores residentes y la dependencia de las señoras de la limpieza, había un modesto cuarto de aseo.
Durante un verano, alguien del turno de noche (supongo que algún trabajador del taller, porque los empleados de las oficinas y los inspectores en aquel momento no trabajábamos por la noche) se dedicaba a ir al cuarto de baño de aquel barracón y dejarlo cerrado por dentro: era sencillo puesto que sólo tenían que cerrar la puerta con el pestillo del pomo echado.
Cuando aquel servicio estaba ocupado íbamos a los aseos del taller, pero enseguida nos dimos cuenta de que nuestro escusado siempre estaba cerrado sin nadie dentro, así que los moradores de aquellas oficinas tomamos la decisión de “forzar” la apertura desde afuera con un clip a modo de ganzúa cuando la puerta estaba cerrada con pestillo.
Debo aclarar que las cerraduras de aquellas puertas eran muy sencillas, con unos pomos que por fuera se abrían con llave, salvo en el caso del cuarto de aseo cuyo pomo tenía un orificio para desbloquear el pestillo interior, así que con el clip a modo de ganzúa la apertura era instantánea.
Esta situación se repetía cada día, y llegó a ser costumbre que “nuestro” escusado estuviera cerrado y tuviéramos que abrir con aquella rudimentaria ganzúa; por cierto, de esta coyuntura sólo se quejaban -vanamente- las abnegadas chicas de la limpieza cuando llegaban a limpiar y encontraban cerrada la puerta.Un buen día como otro cualquiera yo intenté ir al servicio y me encontré la puerta cerrada, así que fui a mi oficina y me dispuse a abrir la puerta con nuestro clip… y allí estaba un señor al que apodaban “El Puxa” sentado en el retrete leyendo el MARCA, con una tranquilidad sólo interrumpida por mi inoportuna irrupción: todavía hoy recuerdo su cara de susto y perplejidad, y aunque no soy capaz de recordar con exactitud quién de los dos pasó un momento de mayor apuro, sí podría afirmar sin temor a equivocarme que él no articuló palabra mientras me miraba estupefacto y yo sólo acerté a decirle “Ay, perdona… na… tranquilo” y cerré la puerta de nuevo para que siguiera disfrutando de la lectura deportiva mientras hacía sus cosas.
El Puxa era un señor muy serio al que –según me contaron una vez- le habían puesto ese mote porque tenía la manía de carraspear o incluso desflemar, así que algún avispado le decía “puxa, puxa, a ver si lo sacas” … y allí estaba yo interrumpiendo su momento de lectura deportiva sentado en el trono.
Por cierto, su oficina no estaba entre aquellas para inspectores residentes, así que seguramente acabó en aquel retrete porque la urgencia de la necesidad le pilló cerca por algún motivo… aunque teniendo en cuenta que iba pertrechado con el MARCA para acompañar ese momento quizá lo único que buscaba era un sitio discreto donde obrar con la tranquilidad necesaria para disfrutar también de la lectura. Sea como fuere, no volví a ver al Puxa rondando las oficinas de inspectores.
En fin… anécdotas que todavía sacan sonrisas cuando las recordamos, de tiempos en los que ir al trabajo era ir a un entorno donde siempre había hueco para el humor, para las bromas y para las anécdotas, que contribuían decididamente a generar y mantener la salubridad de un espacio donde se rendía más y donde para cada problema enseguida se encontraba la mejor solución.

Licenciado en Filología Española (Literatura)
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