
El convite de los agradecidos
Hace unos años, un colega quiso agasajarnos a otros tres por un trabajo en el que nuestra aportación altruista le había sido crucial. Y era tal su nivel de agradecimiento que nos invitó a un restaurante de postín y alta alcurnia.
–De esos donde muchos memolos sufren hemorragias de satisfacción por sentirse idolatrados por camareros sobrios, sonrisa empática y respuesta solícita.
–Donde los menús son de cuatro renglones y siempre aderezados con verborrea gastronómica de los anteriores.
–Donde, asumiendo cortesías quizá pretéritas, te ayudan a sentarte arrimándote la silla o, incluso, te sitúan la servilleta en el regazo.
–Donde viene el maître y te pregunta qué tal ha encontrado el entrecot, y siempre estás a punto de responder: “De milagro, al levantar una patata”.
–Donde casi siempre se confunde esa patata con un trozo de manzana.
–Donde siempre me ofrecen a mí probar el vino. Seguramente piensan que mi voz casi gutural es consecuencia del paladar de tan celestiales caldos. Craso error, pues lo poco que sé del vino es que se escribe con uve y, o me gusta, o no me gusta.
El plato de la abuela
Tras elegir consensuadamente los entrantes, yo pedí el plato principal. Y elegí aquel que mejor entendía iba con mi apreciación del buen paladar: plato de la abuela; es decir, patatas fritas, dos huevos y chorizo.
Haciendo hincapié en que las mismas debían ser en montaña cual Everest, tan empinada que el chorizo hubiera que amarrarlo por el cordel para que no rodara alocadamente y sin control por una de las vertientes.
Ojipláticos y estupefactos quedaron mis compañeros de ágape ante mi somera descripción del plato elegido (y pensando que al López sólo le falta la boina… y el botijo para beber).
Ellos eligieron menús elaborados, seguramente a temperatura de +/- 1 ºC, con exquisiteces del centro de la pieza (fuere pescado o carne), aderezados y adornados con variedad multicolor y rimbombantes hojas, salsas y dibujos. Todo ello ocupando escasos centímetros de radio en su plato de diseño.
- -(Y yo, con mi plato de la abuela. Montaña regada con ríos de grasa roja choricil).
- -(Y ellos, degustando “minitrozo” a “minitrozo”, cerrando los ojos —pues así parece que se aprecia mejor— y entreteniéndose con una larga conversación para que su mini y sabrosísimo plato, henchido de fragancias, aromas y sabores encontrados, durara más).
Epílogo con moraleja gastronómica
Al día siguiente me encontré a uno de los comensales y le dije que seguramente mi ridículo del día anterior había sido mayúsculo.
Respuesta: —¿Ridículo? Ridículo fue cuando lo pediste y te miramos cual casi analfabeto, pero bobos quedamos nosotros al ver tu plato de la abuela, en montaña y con una pinta inmejorable.
Y la próxima vez… haute cuisine semántica
En resumen: la próxima vez, y para darme el pisto sin que nadie quede mal, en lugar del plato de la abuela pediré embriones de gallina dorados en grasa de aceituna y acompañados de tubérculos americanos condimentados con cloruro sódico cristalino.
¡Es otro nivel! Aunque parezca que alimente menos.

Consultor empresarial.
Germánico en organización, perseverante en las metas, pragmático en soluciones y latino en la vida personal.
¿Y por qué no?