
Dos años después de los terribles atentados del 7 de octubre perpetrados por Hamás en Israel y de la posterior ocupación y destrucción de la Franja de Gaza, parece vislumbrarse la paz. Sin abundar en lo ya repetido por los medios de comunicación, resultan significativas las imágenes de Jerusalén en las que la población israelí agradece la intervención de Donald Trump, considerándola decisiva para la resolución del conflicto. Esta percepción parece minimizar el papel del presidente Netanyahu y cuestionar la responsabilidad y legitimidad de su gobierno en la consecución del anhelado acuerdo.
Netanyahu, supeditado a los intereses y deseos del imperio dominante, Estados Unidos, ha visto cómo Donald Trump asumía con firmeza un papel preponderante. Este último no solo ha desplegado su influencia política y militar, sino que ha advertido claramente que, de no resolverse el conflicto, su país se vería obligado a intervenir. Sin entrar a valorar si sus motivaciones son particulares —como aspirar al Nobel de la Paz en futuras ediciones— u obedecen a otros intereses, es innegable que su posición dominante ha forzado la alineación de los intereses de las partes para alcanzar la paz, dejando claro que, de lo contrario, su intervención sería perjudicial tanto para israelíes como para palestinos.
No obstante, el acuerdo se presenta como un proceso complejo y con escasas perspectivas de éxito duradero. Aunque todos celebran el alto el fuego y el intercambio de prisioneros, queda mucho por hacer. Los intentos previos, como los Acuerdos de Oslo en los años noventa, no lograron una solución definitiva, como demuestra la historia reciente.
Por mucho que Estados Unidos busque imponer su “orden mundial”, garantizar la convivencia entre dos enemigos históricos no será sencillo. La faceta “hegemónica” de este imperio en conflictos como el de Oriente Medio tiende a obviar numerosas variables que podrían derivar en un retorno al conflicto inicial, incrementando así las tensiones geopolíticas.
El acuerdo de paz llega en un momento en que Israel ha devastado casi por completo el territorio gazatí y, especialmente, ha desmantelado la estructura de poder de Hamás. Esta organización fue duramente golpeada desde los primeros momentos del conflicto, con la eliminación constante de sus líderes a lo largo de 2024. En los últimos meses, nadie parecía dispuesto a asumir roles de liderazgo, conscientes de que ello los convertía en blancos prioritarios de Israel, con altas probabilidades de ser capturados o eliminados.
Hamás, una organización de estructura jerárquica pero flexible, adaptada al constante conflicto, cuenta con una amplia base social en Gaza gracias a su apoyo a actividades como la construcción de escuelas y hospitales. Este respaldo le asegura un apoyo significativo tanto en el escenario actual como en futuras configuraciones, independientemente de la postura que adopte.
Así, el acuerdo surge de la imposición de un actor externo, Estados Unidos, aliado evidente de Israel, en un contexto en el que Hamás, la otra parte, se encuentra derrotada y sin recursos políticos ni militares para prolongar el conflicto. El principal logro de Hamás ha sido movilizar a las izquierdas de Occidente en apoyo a la causa palestina, aunque no ha contado con el respaldo significativo de sus vecinos árabes, salvo en movimientos desestabilizadores en el ámbito occidental.
Este acuerdo se da entre partes claramente asimétricas: Israel, un Estado fuerte, superior en términos económicos y militares, un grupo de alto poder, frente a una Palestina carente de estructura gubernamental, sin un territorio reconocido y con infraestructuras básicas devastadas, un grupo de bajo poder. El fin del intercambio de rehenes marcará un punto de inflexión en este desequilibrio, donde una parte goza de un poder consolidado y la otra se encuentra en una posición de absoluta vulnerabilidad.
El apoyo a Israel y la izquierda
Uno de los aspectos que ha evidenciado el conflicto es la falta de apoyo popular al pueblo israelí. Resultan desoladoras las imágenes de la plaza de la Escandalera, en Oviedo, donde en ocasiones apenas se reunían unas decenas de personas, siempre bajo protección policial, para exigir la liberación de rehenes y reivindicar justicia por las más de mil víctimas mortales. Estas víctimas, ignoradas por sectores progresistas y de izquierda, no parecen existir para quienes no vieron en las imágenes televisivas cómo miembros de Hamás arrasaban el festival de música de Reim, disparando indiscriminadamente a los jóvenes que disfrutaban de la celebración, o cómo irrumpían en cada kibutz asesinando a sus residentes. Con una violencia que glorificaban, exhibían en numerosas grabaciones los cuerpos ensangrentados y destrozados como si fueran trofeos de caza, tratando a los israelíes como animales.
Esa izquierda, que parece no ver estas imágenes, permite que figuras lamentables como “Barbie Gaza” cuestionen su veracidad. Esta actitud les lleva a justificar, antes de dormir, que sus acciones están bien porque son de izquierda: acuchillar a mujeres embarazadas o violar a jóvenes mientras las trasladan en jeeps a destinos inciertos les parece legítimo porque, según sus líderes políticos y sus círculos ideológicos, los judíos son lo peor y no merecen ningún reconocimiento. En los telediarios, se insiste en mostrar tragedias de niños en Gaza —mientras en Ucrania, donde también hay una guerra, solo se habla de hombres y mujeres— con cifras difícilmente creíbles, pero que encuentran eco en la credulidad de quienes carecen de espíritu crítico. Repiten la palabra “genocidio” como si hablaran de algo cotidiano, desconociendo su verdadero significado, pero la asumen como cierta porque un representante de Sumar o Podemos la repite constantemente en redes sociales o en televisión.
Esos periodistas y opinadores plegados a una ideología que llena sus bolsillos, difunden datos provenientes de Hamás sin contrastarlos, renunciando al rigor profesional. Lo hacen porque es lo que toca, porque son de izquierda, superiores, poseedores de la verdad absoluta. Esa izquierda que se proclama integradora y tolerante, pero que en el fondo celebraría la desaparición del pueblo judío.
Esa izquierda, la de consignas como “desde el río hasta el mar”, es la que debería desvanecerse.

Los hechos son los hechos, independientemente de los sentimientos, deseos, esperanzas o miedos de los hombres.