Que la Tierra existe mucho antes que cualquier especie es una obviedad. Y que antes de nuestra progresiva aparición millones de seres vivos surgieron y se extinguieron, también. Un ejemplo muy conocido es el de los dinosaurios.

Desde los primeros momentos de su existencia, los seres vivos han tenido que vérselas con el planeta. No podemos negar que, ciñéndonos a la especie humana, nuestra relación con la “Madre Tierra” ha sido y es complicada. Tiene su propio devenir y nosotros no hemos hecho otra cosa que adaptarnos a ella, de forma pacífica o violenta pero siempre interesada. 

Los primeros homínidos se alimentaban de las hierbas que la naturaleza les ofrecía; cuando no había, o morían o migraban en busca de otras. Más adelante surgió una forma de obligar a la tierra a suministrarnos alimento, a hacer lo que el hombre quería. Apareció la agricultura, y con ella la posibilidad de ser más individuos, crecer y progresar.

En la Tierra hay zonas muy frías en las que hemos conseguido vivir, bajo tierra o con construcciones, alimentándonos de las escasas especies animales terrestres o del mar capaces de sobrevivir. Si la vida se vuelve imposible, migramos a otro sitio en busca de mejores condiciones. La Tierra no cambia, nosotros sí.

En otras zonas el calor es extremo y generalmente optamos por abandonarlas. Otras con lluvias intensas, climas agresivos, condiciones difíciles que en unos casos hemos evitado para establecernos y crecer en otro sitio y, en otras, hemos adaptado a nuestra conveniencia. Millones de personas viven en terrenos desérticos de EEUU o el Oriente Medio con todo tipo de comodidades. Otras pasan casi todo el año con temperaturas que superan por poco los cero grados y desarrollan su actividad sin dificultad.

La necesidad de establecerse en un terreno concreto que nos permitiera sobrevivir nos ha obligado a terraformar superficies ganando, por ejemplo, espacio al mar como se hizo en Holanda. Cuando éste, el mar, se convertía en frontera imposible, construímos barcos para superarla y si las distancias se volvían inalcanzables, inventamos los aviones para recorrerlas en el menor tiempo posible.

La Tierra nos pone barreras pero nuestra inteligencia ha ido adaptándose a ellas, superándolas y permitiendo que crezcamos, evolucionemos y, la clave de todo, nos perpetuemos.

Como sistema dinámico que es, el planeta no atiende a reglas escritas y a veces, en lugares templados,  las canículas son imposibles, el frío insoportable, nos arrasa con huracanes, inunda con millones de litros de lluvia y, en casos más extremos, se ajusta internamente haciendo que las placas tectónicas conviertan extensas zonas de la superficie, fruto de los terremotos, en polvo.

O libera energía en forma de fuego, cenizas y humo, arrasando todo lo que encuentra a su paso por muy sólidas que sean nuestras edificaciones. O provoca maremotos y borra todo lo construido en cuestión de segundos.

Necesitamos alimento para crecer y aprendimos a cultivarlo, madera para vivienda, barcos, etc. y la obtuvimos de los bosques, carbón para la Revolución Industrial y lo extrajimos de lo más profundo, ahora aprovechamos el viento y el sol para alimentar un mundo tecnológico que está conduciéndonos a toda velocidad a un progreso nunca visto.

Llevamos toda nuestra existencia peleando contra la Tierra, sí, contra ella, adaptándonos de la mejor manera posible a sus condicionantes y preparándonos para, si alguna vez pasa algo y se vuelve excesivamente violenta, controlar los daños.

Hasta que en esta cómoda sociedad del siglo XXI en la que vivimos, un montón de gente con mucho tiempo libre y que se creen unos genios han decidido que no, que tenemos que dejar de intervenir y que pase lo que tenga que pasar.

Y hete aquí que entre una de esas formas de no intervención está el abandono de los pantanos, las presas, los azudes… Dejemos que los ríos y cauces discurran por sus caminos naturales  y así nos irá mejor a todos, seremos plenos y la Madre Tierra nos lo devolverá con una energía mística, establecidos en el nirvana glorificador y eterno.

Todas esas tonterías se acaban cuando llega una gota fría a Valencia  y se lleva por delante a más de 200 personas, cuando vemos unas lenguas de material forestal avanzar hacia las ciudades provocando tapones, luego trombas y finalmente muerte y destrucción. Todo ese material que no se limpió por no intervenir, todas esas presas proyectadas que no se hicieron por no alterar no se sabe bien qué, todas las que se derruyeron por fantasiosos motivos.

La dañina Agenda 2030 nos está empobreciendo, cerrando fábricas, retrasando nuestro crecimiento, ahora está matando. Una Agenda comandada por unos trileros como esa ministra (Ribera) que ayer era antinuclear convencida y hoy, a las puertas de un goloso puesto de comisaria de Competencia en la Unión Europea, defiende a la nuclear como algo verde.

Todos los tontos útiles que no se dan cuenta de que si estamos aquí es porque hemos peleado contra una Tierra hostil que nos quema, inunda, asfixia… que con nuestra inteligencia e ingenio hemos convertido en algo soportable y duradero y que además cuidamos porque si nos pasamos explotándola se perderá para siempre. Que no somos idiotas: nos interesa una Tierra sana de la que aprovechar sus recursos para seguir creciendo. 

Pensad en vuestra Agenda de chorradas, en vuestras fantasiosas entelequias medioambientales, en todas las bobadas que habéis defendido… y ahora encended la televisión, observad lo que ha sucedido en la Comunidad Valenciana y a ver si tenéis la decencia moral de reconocer que si el ser humano hubiera hecho lo que se requería y que el ecologismo radical y la ideología trasnochada impidieron, no estaríais viendo esas terribles imágenes.