
En un contexto de crisis de valores la existencia de actividades de ocio que incitan a la violencia de forma deliberada resulta, como mínimo, irresponsable.
Las llamadas salas de la ira se presentan como una actividad innovadora y liberadora del estrés. Sin embargo, detrás de su aparente atractivo se esconden mensajes preocupantes:
- -normalización de la violencia,
- -mal ejemplo para los menores,
- -desprecio por el medio ambiente y una visión del ocio que aporta poco o nada a la sociedad
La violencia como espectáculo
La idea de entrar en una sala con casco y bate para romper objetos puede resultar atractiva para quienes buscan una experiencia distinta. No obstante, el mensaje de fondo es inquietante: se enseña que la destrucción es una vía válida para canalizar la frustración.
Se convierte la violencia en juego y se ofrece como espectáculo algo que en cualquier otro contexto se rechazaría. En una sociedad que trabaja por reducir la conflictividad, fomentar la convivencia pacífica y enseñar a los más jóvenes la importancia del diálogo, resulta contradictorio que se legitimen espacios donde la agresividad se normaliza.
Los defensores de estas salas sostienen que permiten descargar tensiones sin hacer daño a nadie, pero lo cierto es que refuerzan un patrón conductual:
ante la rabia o la presión, la solución pasa por romper.
Una lección poco recomendable
Lo más preocupante es la permisividad hacia los menores. Muchos locales permiten su entrada acompañados, bajo la premisa de que es “un juego seguro”.
Sin embargo, ¿qué aprendizaje se transmite cuando se les pone un objeto en la mano y se les anima a destrozar?
Lejos de promover el respeto por lo que nos rodea, se alimenta una cultura de la destrucción que contradice los valores de la educación cívica
El coste medioambiental del derroche
Otro aspecto que merece atención es el ambiental. La dinámica del rage room se sostiene en la rotura de objetos: televisores viejos, electrodomésticos, vajillas, muebles, botellas de vidrio o plásticos.
Muchos de estos elementos, en lugar de recibir un tratamiento adecuado en plantas de reciclaje, acaban destrozados en un escenario de diversión momentánea, si es que realmente resulta una diversión. La paradoja es evidente.
Mientras se multiplican las campañas para concienciar a la ciudadanía sobre la importancia de reducir, reutilizar y reciclar, este tipo de actividades hacen lo contrario: fomentar el despilfarro, convertir lo aprovechable en residuo y enviar el mensaje de que destruir es parte del entretenimiento.
El medio ambiente, en lugar de ser protegido, se convierte en víctima de un espectáculo carente de sentido.
Ocio sin beneficio para la sociedad
Más allá del componente violento o medioambiental, cabe preguntarse qué aporta este tipo de ocio a la sociedad.
-¿De qué sirve pasar una hora golpeando objetos en una sala cerrada?
-¿Qué beneficio obtiene el individuo y, sobre todo, qué valor añade a la comunidad?
El tiempo y los recursos invertidos en estas actividades podrían destinarse a propuestas que enriquecieran a las personas y al entorno. La cultura, el deporte, la naturaleza o el voluntariado ofrecen vías de ocio que, además de entretenimiento, generan cohesión social, salud física y mental o beneficios colectivos.
Frente a ello, el rage room se presenta como un entretenimiento vacío, cuya principal virtud es ofrecer una descarga efímera que se desvanece en cuanto se sale de la sala. Lo más preocupante es que, bajo la etiqueta de la diversión, se banaliza la violencia y se refuerza el individualismo.
No se promueve la colaboración ni la creatividad, sino la destrucción como acto solitario. Lejos de ser un espacio que construya, es un espacio que deseduca.
La permisividad institucional
La existencia de estos locales no sería posible sin la permisividad de las instituciones. Se conceden licencias, se difunden como propuestas de ocio novedosas y, en ocasiones, hasta se promocionan en ferias o programas juveniles.
Todo ello transmite un mensaje preocupante: se autoriza y publicita un tipo de ocio que ni educa, ni construye, ni respeta. La paradoja es que en ámbitos educativos se insiste en la importancia de enseñar a los menores a gestionar emociones, a dialogar, a respetar el medio ambiente y a valorar los bienes comunes.
Mientras tanto, en paralelo, se permite y se legitima un negocio basado precisamente en lo contrario. ¿Dónde queda la coherencia?
Una reflexión necesaria
El rage room no es solo una sala donde se rompen objetos para liberar tensiones. Es el reflejo de una concepción del ocio que:
- –Confunde diversión con destrucción.
- –Trivializa la violencia.
- –Desprecia el medio ambiente.
- –Transmite un mensaje contradictorio a las nuevas generaciones.
Como sociedad deberíamos preguntarnos qué tipo de actividades queremos promover. Existen múltiples formas de canalizar el estrés y la frustración: el deporte, el arte, la música, la meditación, el contacto con la naturaleza.
Todas ellas ofrecen beneficios reales y sostenibles. El rage room, en cambio, solo aporta una satisfacción inmediata y un legado negativo.
La pregunta, entonces, es sencilla: ¿vale la pena seguir legitimando un ocio que normaliza la violencia, alimenta el derroche y no contribuye al bien común?
Tal vez haya llegado el momento de replantearse qué modelos de diversión estamos dispuestos a aceptar y cuáles deberíamos dejar atrás.

Licenciada en Químicas
Profesora jubilada de intitutos.