La hemeroteca es obstinada, y la realidad lo es aún más: 24 personas asesinadas —hombres, militares, guardias civiles, ciudadanos al fin— a través de coches bomba, ametrallamientos y explosiones en hora punta, como si la ciudad fuera un tablero donde se juega a la muerte al azar.
La mano de Spielmann sobre Del Río Prada
Repasemos, porque no hay justicia sin memoria:
— El asesinato del coronel Vicente Romero y su conductor, seguido de la muerte del TEDAX Esteban del Amo por una bomba trampa.
— El asesinato del vicealmirante Fausto Escrigas, director general de Política de Defensa.
— El atentado de Juan Bravo–Príncipe de Vergara (25 de abril de 1986), con cinco guardias civiles asesinados.
— El ametrallamiento del comandante Ricardo Sáenz de Ynestrillas, del teniente coronel Carlos Vesteiro y del soldado Francisco Casillas (17 de junio de 1986).
— Y, por último, el atentado masivo de la Plaza de la República Dominicana (14 de julio de 1986), que segó la vida de doce guardias civiles en un convoy reventado por una furgoneta-bomba.
Veinticuatro muertos. Veinticuatro vidas extinguidas. Veinticuatro familias que no olvidan.
Sobre esa cadena de sangre actuó el Tribunal Europeo de Derechos Humanos presidido por Spielmann, no para reforzar la respuesta penal, sino para cercenarla en nombre de un garantismo aséptico.
Y fue precisamente sobre esta secuencia macabra donde intervino el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), con Spielmann como presidente de la Gran Sala, para dictar una sentencia que anuló la posibilidad jurídica de que Del Río Prada cumpliera más años de prisión mediante la aplicación de la llamada doctrina Parot.
No se trataba —dijo entonces el tribunal— de aumentar la pena, sino de aplicar retroactivamente una interpretación nueva sobre los beneficios penitenciarios. Y, en aras de esa ortodoxia garantista, Del Río salió a la calle.
España entera lo vio en directo: los familiares, los supervivientes, los que aún tenían metralla en el cuerpo y sangre seca en la memoria. Y España, una vez más, tuvo que tragar saliva.
Aquel episodio no revela solo las convicciones jurídicas de Spielmann; revela algo más profundo: la colisión, demasiado frecuente en la tradición europea continental, entre un garantismo abstracto y una realidad concreta.
Porque, mientras en Bruselas o Estrasburgo se discuten silogismos impecables, aquí, en esta piel de toro tantas veces atravesada por la violencia política, se entierran cuerpos, se amortajan viudas y se crían huérfanos.
El desajuste entre teoría y práctica, entre abstracción y experiencia, es tan abrumador que a veces roza el cinismo.
El verdadero fallo: una legislación penal blanda ante una ETA brutal
Pero sería demasiado fácil culpar exclusivamente a los juristas europeos, a los magistrados de sensibilidad exquisita que predican sobre la proporcionalidad con la misma intensidad con que ignoran la asimetría moral entre víctima y verdugo.
Porque si esa enfermedad que padece la democracia española desde 2004, que es el PSOE de Zapatero y Sánchez no se hubiese encontrado con una base legislativa sobre la que asentarse Spielmann, sería más difícil que esto hubiera ocurrido.
Sí, el verdadero origen del problema no está fuera: está dentro. Está en la legislación penal que España adoptó durante la Transición, una legislación “humanista”, “moderna”, “tolerante”, que se estrenó justo cuando ETA iniciaba su fase más sangrienta. La llamada Doctrina Parot fue un remiendo positivo sobre un código laxo con el terrorismo.
Aquel diseño penal —con límites máximos de cumplimiento ridículos para delitos encadenados, con redenciones automáticas, con beneficios penitenciarios generosos— fue rápidamente explotado por una organización que olió la debilidad y la convirtió en su ventaja estratégica.
Y nadie quiso corregirlo a tiempo. Ni gobiernos, ni parlamentos, ni quienes tenían el deber moral de ver que la aritmética del dolor no puede resolverse con fórmulas procesales de aula universitaria.
España vivió décadas bajo un régimen penal que trataba al asesino múltiple como si fuera un delincuente común, y que permitía que autores de veinte asesinatos pudieran salir en dos décadas, o menos.
¿Qué ocurre cuando a un marco así se le aplica escrutinio europeo? Lo obvio: estalla. Y el estallido siempre salpica a las víctimas, nunca al cálculo jurídico que lo hizo posible.
El contraste británico: firmeza sin complejos
Mientras España maquillaba su debilidad con discursos buenistas, el Reino Unido aplicaba cadenas perpetuas de verdad frente al IRA y dejaba muy claro de qué lado estaba el Estado.
Frente a este marco, el contraste con la legislación británica de los años ochenta es brutal.
El Reino Unido, asediado también por un terrorismo despiadado —el IRA—, optó por la lógica más simple y más civilizatoria: proteger a su población.
Cadenas perpetuas efectivas. Mínimos obligatorios de treinta, treinta y cinco y hasta cuarenta años antes de cualquier atisbo de libertad condicional. Interpretación estricta, no vaporosa, de la función esencial del Estado: garantizar la continuidad del orden necesario para que la sociedad no se desmorone.
Allí no había “beneficios penitenciarios automáticos”, ni “estatus político”, ni seminarios sobre reinserción mientras caían bombas en Brighton o en Oxford Street. Había, pura y simplemente, una política penal seria.
Y el resultado fue el esperable: claridad moral, fortaleza institucional, protección ciudadana. Es lo que distingue a un Estado que sabe quién es el enemigo, de un Estado que aún discute si el enemigo merece comprensión.
Amnistía, Estado y renuncia
Dean Spielmann no es el villano de esta historia —aunque su nombre regrese hoy a España de la mano de una amnistía incompatible con la lógica democrática más elemental—.
El villano, en rigor, es la fragilidad doctrinal que España decidió asumir desde 1978: un sistema penal que no estuvo a la altura de la violencia que sufría; una ingenuidad jurídica que, trasladada ante el espejo europeo, solo podía producir sentencias que nos devolvieran un reflejo amargo.
Pero España tiene memoria. Y tiene dignidad. Y, si quiere recuperar la legitimidad moral que siempre debe acompañar a una nación herida pero justa, debe aprender de la experiencia británica: la ley debe proteger primero a las víctimas, luego al orden, y solo después a los verdugos. Todo lo demás es declamación, sentimentalismo o puro autoengaño.
Si una norma desprotege a las víctimas, debilita al Estado y fractura la unidad constitucional, no es una ley: es una renuncia.
Y es precisamente este principio elemental el que debería guiar cualquier análisis de la amnistía hoy en disputa: si una norma desprotege a las víctimas, debilita al Estado y fractura la unidad constitucional, no es una ley; es una renuncia. Y las renuncias, en política, siempre las pagan los mismos: los inocentes.
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Español e hispanófilo. Comprometido con el renacer de España y con la máxima del pensamiento para la acción y con la acción para repensar. Católico no creyente, seguidor del materialismo filosófico de Gustavo Bueno y de todas las aportaciones de economistas, politólogos y otros estudiosos de la realidad. Licenciado en Historia por la Universidad de Oviedo y en Ciencias Políticas por la UNED