Asturias Liberal > España > La Vuelta abortada: violencia, cálculo y descrédito en favor de una organización totalitaria

Cuando la política decide que el tumulto renta, la ley se vuelve atrezo y el país paga la factura en descrédito.

La Vuelta a España no acabó en Cibeles ni con fotos de podio. Acabó con vallas volando, policías heridos y la carrera suspendida cincuenta kilómetros antes de meta. La fiesta deportiva se convirtió en un parte policial. Los activistas propalestinos lograron lo que buscaban: forzar la mano del Estado, humillar a la organización y dar a España una imagen de país sin autoridad.

Esto no fue un accidente, sino un escenario alentado por el Gobierno. El ministro Óscar López celebró que “el pueblo de Madrid se manifieste contra un genocidio”. Traducción: el poder bendice la presión callejera aunque derive en agresión y ridículo internacional. Y Pedro Sánchez, encantado: cada altercado se traduce en réditos entre los suyos, esa extrema izquierda que convierte el boicot en religión.

Los datos son tozudos: 22 policías atendidos por contusiones, dos detenidos, la Castellana tomada, premios cancelados. Madrid proyectada al mundo como plaza sin ley. El prestigio deportivo no se improvisa; el ridículo, tampoco. El cálculo es simple: ganar votos hoy, hipotecar la imagen mañana. La protesta como espectáculo; el sabotaje como herramienta política.

Cuando el poder consiente, anima; cuando borra el límite, institucionaliza la coacción.

Feijóo habló de “ridículo internacional” y se quedó corto. Esto no fue protesta cívica, sino intimidación organizada. Y cuando el poder consiente, lo que hace es animar. Se ha premiado la estrategia del tumulto. Y el tumulto, cuando descubre que gana, vuelve. Siempre vuelve más grande.

I. Madrid, kilómetro cero del bochorno

La capital amaneció blindada y terminó en barricada ideológica. La organización recortó el trazado, el pelotón se detuvo, se canceló la ceremonia. Resultado: una postal de país maleable ante la coacción, con patrocinadores inquietos y espectadores perplejos. La imagen de España quedó subordinada a la cosecha de unos cuantos votos en la extrema izquierda.

La calle manda cuando el Estado abdica: el boicot sustituye a la ley y el ruido a la autoridad.

II. Hamás: la maquinaria detrás del lema

Conviene recordarlo: detrás de las pancartas hay un proyecto con nombre y apellidos. Hamás no es una ONG con mal humor; es una organización terrorista que administra Gaza con mano de hierro y usa el sufrimiento como combustible. Su relato triunfa porque encaja en la pereza mental de Occidente: guion maniqueo, imagen impactante y consigna fácil de repetir.

Su objetivo no es un Estado palestino laico y próspero: ese señuelo emociona a Europa. El fin real es el califato bajo la sharía, con la desaparición de Israel como requisito. Lo escriben, lo enseñan, lo proclaman. El método es cínico: cuanto más dolor, más presión internacional contra Israel. Retienen a la población, confiscan ayuda, bloquean evacuaciones y monopolizan las imágenes bajo pena de muerte. Cada tragedia amplificada es un misil político contra Occidente.

¿Negociar? Con quien llama a una yihad “grandiosa y excelsa”, poco. Irán no lo permite, Catar juega a dos bandas y Israel —que aún cuenta rehenes y muertos— no puede vivir de milagros. Mientras pelea, lo difaman. Mientras negocia, lo cercan. Y aquí, entre tanto, se vende indulgencia como solidaridad.

España ya conoce el precio del autoengaño: expulsamos a los judíos y nos quedamos con la épica sin los cerebros que transforman riqueza en progreso. Hoy repetimos el error con disfraz moral: la estética del eslogan por encima de la responsabilidad de Estado. De ahí lo visto en Madrid: la Gran Vía tomada por banderas, la Castellana en paréntesis policial y una Vuelta que termina en caos porque la política decidió que el desorden compensa.

El mensaje es nítido: la calle manda, el Estado se retira. Hamás lo sabe y lo explota. Su poder crece cuando confundimos compasión con indulgencia y principios con propaganda. Lo de Madrid no fue un episodio aislado, sino la prueba de que la violencia organizada obtiene premio y de que el Gobierno prefiere celebrarlo como virtud cívica antes que afrontarlo como amenaza.

La Vuelta se cortó en seco, y no por lluvia ni averías, sino porque la política decidió que el tumulto renta. Mientras eso sea así, España seguirá acumulando ridículo. No es solidaridad. Es cobardía. Y votos.

Un país serio elige orden y libertad a la vez; los corrompidos eligen ruido y lo llama virtud.


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