En tiempos de ruido y posverdad, los Premios Princesa de Asturias siguen siendo uno de los pocos escenarios donde España puede mirarse en un espejo de excelencia. Pero no olvidemos: nacieron para sostener una institución, no para entretener a la opinión pública.
1. La monarquía como eje de estabilidad simbólica
Desde la Transición, la monarquía parlamentaria española ha sido mucho más que un adorno institucional: ha funcionado como ancla de estabilidad en un país propenso al vértigo histórico.
Los experimentos republicanos españoles —de 1873 y 1931— no dejaron precisamente un legado de serenidad: fueron proyectos desquiciados, antinacionales y autodestructivos, alejados de la tradición liberal europea que dicen admirar.
Por eso, tras el 23-F y el golpe catalanista de 2017, la figura del Rey emergió como la garantía de continuidad, el símbolo de una España que quería reconciliar modernidad y unidad.
2. Los Premios como arquitectura de legitimidad
Los Premios se gestaron en 1981 presididos por el espíritu de concordia -para unir Asturias y la Monarquía, superando rencillas históricas-que aportaba y representaba Rafael Fernández, y la generosidad sin límites de Pedro Masaveu que sin su figura hubieran quedado en nada.
- Respondían también a una necesidad estratégica: rodear a la Corona de excelencia intelectual y moral, vincularla con el mérito y el talento global, no con la política menuda.
En un país que acababa de salir del autoritarismo y desconfiaba de todo poder, la monarquía necesitaba un discurso de prestigio. Y lo encontró en estos premios: un espacio de civismo donde el Rey no ordena, sino que reconoce y convoca.
Esa es su fuerza: el poder de la influencia tranquila, el que no se impone, sino que persuade desde la inteligencia y la cultura.
3. El poder indirecto: diplomacia de prestigio
Los Premios funcionan como una forma de diplomacia cultural.
Mientras la política desgasta, la Corona une.
Cada edición es un acto de proyección internacional: los laureados llevan el nombre de España al mundo, pero también devuelven al país una imagen de civilización y apertura.
Esa red de respeto global es un capital simbólico que no se gana con eslóganes ni encuestas, sino con constancia, excelencia y decoro.
Y ahí reside la genialidad del modelo: un poder sin fuerza, una autoridad sin ruido.
4. El riesgo actual: la deriva emocional
Sin embargo, algo se ha movido en los últimos años.
La tentación de convertir los Premios en escaparate de sensibilidad social o activismo simbólico amenaza su esencia.
Cuando el criterio se vuelve emocional y no intelectual, el prestigio se diluye.
Si los galardones se guían más por el aplauso coyuntural que por la obra objetiva, perderán aquello que les daba sentido: su papel como escudo de la Monarquía frente a la demagogia y el ruido.
Un pequeño tirón de orejas, sí, pero necesario: no se protege una institución rebajando sus estándares.
5. La síntesis liberal: mérito, ciencia y pensamiento crítico
El espíritu liberal que debería inspirar a los Premios es claro: validar la ciencia, el mérito y la crítica racional frente al sentimentalismo político.
La ciencia es la forma más alta de responsabilidad; la demagogia, su ccaricatura y
España necesita que sus premios más universales sigan recordando que la verdad no se vota y la excelencia no se improvisa.
En su mejor versión, los Princesa refuerzan al Rey no con solemnidad hueca, sino con contenido: con el respeto que nace del conocimiento, no del estribillo.
Porque en un país acostumbrado a confundir popularidad con legitimidad, los Premios Princesa siguen recordándonos una verdad incómoda: el prestigio no se grita, se demuestra.

Español e hispanófilo. Comprometido con el renacer de España y con la máxima del pensamiento para la acción y con la acción para repensar. Católico no creyente, seguidor del materialismo filosófico de Gustavo Bueno y de todas las aportaciones de economistas, politólogos y otros estudiosos de la realidad. Licenciado en Historia por la Universidad de Oviedo y en Ciencias Políticas por la UNED