Defender la libertad de juicio público de una confesión religiosa no es clericalismo: es liberalismo básico. Y sí: las creencias —también las no creencias— nunca son neutrales.
El poder y su tentación favorita: administrar el silencio
Hay épocas —y esta es una de ellas— en las que el poder no se conforma con gobernar: aspira a administrar el silencio.
Decide quién puede opinar, desde dónde y con qué tono. Y cuando alguien se sale del guion, se le recuerda con un gesto de fastidio que “no es neutral”, como si la neutralidad fuera una virtud cívica y no, en muchos casos, una coartada moral.
La regla elemental: opinar no es privilegio, es ciudadanía
Empecemos por lo elemental. Una confesión religiosa —cualquiera— tiene pleno derecho a pronunciarse sobre la vida pública.
No por privilegio, sino por ciudadanía. La Iglesia católica no es una reliquia decorativa del pasado,
sino una institución viva, con pensamiento, memoria y juicio. Y el juicio moral, cuando es coherente, incomoda. Siempre ha sido así y así debe seguir siendo.
“Interferir” en política: un verbo con veneno
Se repite estos días, Pedro Sánchez en cabeza, cómo no, que la Iglesia “interfiere” en política. El verbo no es inocente. Interferir sugiere ruido, distorsión, algo impropio.
Pero la política no es un laboratorio esterilizado: es un campo de fuerzas morales, culturales y simbólicas.
Pretender que una tradición religiosa con dos mil años de reflexión sobre el poder, la justicia y la dignidad humana se abstenga de opinar es tan absurdo como pedir a un filósofo que no piense o a un periodista que no escriba.
La gran mentira cómoda: la neutralidad religiosa
Además, conviene decirlo sin rodeos: no existe la neutralidad religiosa en política. No existe hoy ni ha existido nunca.
Las distintas confesiones, creencias y cosmovisiones votan, influyen, priorizan y juzgan.
Los musulmanes, por ejemplo, no son neutrales: tienden a apoyar opciones políticas que, desde la izquierda, critican exclusivamente al cristianismo mientras los toleran —o los miman— a ellos. Es una constatación sociológica.
La política entiende muy bien los gestos. Y no es casual que algunos líderes saluden con entusiasmo el Ramadán mientras trivializan o menosprecian la Navidad.
El mensaje es claro, aunque se disfrace de multiculturalismo.
No creer no borra la raíz cultural católica
Aquí aparece una segunda confusión interesada: no ser creyente no implica negar la raíz cultural católica de España.
Uno puede no tener fe y, sin embargo, reconocer que el lenguaje moral, jurídico y simbólico de este país está profundamente moldeado por
el cristianismo.
La idea de dignidad humana, de límite al poder, de valor del débil, no nació en un comité de expertos.
Y negarlo no es laicismo ilustrado: es analfabetismo histórico.
Ser cristiano no exige bozal ni síndrome de Estocolmo
Del mismo modo, ser cristiano no conlleva estar amordazado, ni padecer una especie de síndrome de Estocolmo frente a un
poder que lo tolera a condición de que no moleste.
El cristianismo no es una ONG espiritual ni un departamento de asistencia social del Estado.
Es una cosmovisión que juzga el mundo, y cuando renuncia a hacerlo, deja de ser relevante.
Argüello y Sanz Montes: derecho a hablar, derecho a discutirles
Por eso conviene decirlo con claridad y sin complejos:
- Luis Argüello, como presidente de la Conferencia Episcopal, tiene pleno derecho a expresar su diagnóstico político-moral.
- Y Jesús Sanz Montes, arzobispo de Oviedo, no solo tiene ese derecho, sino también la obligación derivada de su cargo y de su conciencia.
Que sus juicios puedan discutirse es saludable. Que se intenten silenciar es profundamente antidemocrático.
Opiniones se refutan; derechos se respetan
Aquí está el punto decisivo. Las opiniones se refutan; los derechos se respetan. Quien no esté de acuerdo con los prelados puede —y debe— argumentar contra ellos. Lo que no puede hacer es negarles la palabra sin revelar, de paso, su propio miedo al debate.
“Si toda la humanidad menos uno tuviera la misma opinión, no estaría más justificada en silenciar a ese uno que él en silenciar a la humanidad”.
John Stuart Mill
Quien firma estas líneas coincide hoy con las críticas formuladas por Argüello y Sanz Montes.
Mañana podría disentir. Eso es lo de menos.
Lo esencial es entender que una democracia segura de sí misma no exige silencio a nadie, y menos aún a quienes hablan desde una tradición moral reconocible, discutible y pública.
El problema, en el fondo, no es que los obispos hablen. El problema es que, cuando lo hacen, recuerdan algo que el poder preferiría olvidar: que no todo se vota, que no todo se decreta y que no todo se relativiza. Y eso, para algunos, resulta insoportable.
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