La ironía de nuestro tiempo es ésta: los diálogos no son puentes, sino tuberías ocultas. Y la “paz” no pacifica: financia.
Las acusaciones formuladas por Hugo «El Pollo» Carvajal ante la Justicia estadounidense no han irrumpido en el vacío. Han caído, más bien, como la gota final que revela la humedad estructural de una casa vieja.
Según fuentes judiciales norteamericanas, las declaraciones del exjefe de la inteligencia chavista han impulsado seriamente la apertura de una vía penal contra José Luis Rodríguez Zapatero, al que se señala como colaborador necesario del régimen de Nicolás Maduro. Embargos, sanciones, cooperación judicial con España, incluso escenarios de arresto internacional: el menú ya no es retórico.
Y, sin embargo, nada de esto debería sorprender. Porque Zapatero no es un accidente. Es un método.
Desde hace años, el expresidente se presenta como un hombre de diálogo, de paz, de entendimiento entre pueblos.
Una figura casi monacal, ajena al barro de la política doméstica, dedicada a la noble tarea de tender puentes donde otros levantan muros. Ese es el relato. El problema es que, cuando uno se asoma por debajo del puente, lo que aparecen no son aguas limpias, sino tuberías. Tuberías opacas, discretas, perfectamente engrasadas, por las que circula poder, dinero y favores.
Zapatero no manda: conecta. No decide: intermedia. No firma: sugiere. Esa es su manera de gobernar sin aparecer.
Ese es su verdadero talento: operar en la zona donde la responsabilidad se diluye y la trazabilidad desaparece. Allí donde no hay actas, ni BOE, ni comparecencias. Allí donde la política deja de ser institución y pasa a ser flujo.
Las revelaciones de Carvajal encajan con precisión quirúrgica en ese esquema. Pagos canalizados desde PDVSA, redes de intermediación financiera, colaboradores interpuestos, tutela directa de Jorge Rodríguez —el cerebro político del chavismo— y un incremento patrimonial que despierta interés en los fiscales estadounidenses. Nada improvisado. Nada ideológico. Pura ingeniería de influencia.
La paz de Zapatero no es la ausencia de conflicto; es la ocultación del conflicto mediante intereses compartidos.
A su alrededor se ha ido configurando una constelación característica del poder pospolítico: empresarios que no parecen empresarios, comisarios jubilados reciclados como gestores de seguridad privada, testaferros con domicilios incompletos, agencias familiares convertidas en nodos de legitimación comercial, y un Estado que aparece puntualmente para amortiguar daños, purgar discretamente o mirar hacia otro lado.
Todo con una sorprendente coherencia sistémica.
El talante líquido
Frente al lobby clásico —rudo, frontal, reconocible— Zapatero representa una versión más refinada y, por ello, más peligrosa. No presiona; desliza. No exige; abre escenarios. No amenaza; ofrece salidas. Y cuando una de esas salidas conduce al descrédito, al escándalo o a la investigación judicial, él ya no está allí. Nunca está. Nunca estuvo.
Su gran coartada ha sido siempre moral. Zapatero no actúa por interés, sino «por paz». No intermedia por dinero, sino «por estabilidad». No se acerca a dictaduras, sino que las acompaña hacia la democracia. Una democracia siempre futura, siempre aplazada, pero extraordinariamente rentable en el camino.
Ésta es la paz que se vende como virtud: la paz del enriquecimiento personal, esa que no hace ruido… hasta que un fiscal pregunta por las facturas del silencio.
Que ahora sea la Justicia estadounidense —no precisamente sospechosa de animadversión ideológica— la que investigue sus movimientos financieros no es un giro dramático, sino una consecuencia lógica.
Zapatero no es el pasado de la política española. Tampoco su presente visible. Es algo más incómodo: el subsuelo. El hombre que convirtió el talante en método, la paz en coartada y el diálogo en tubería.
Y que ahora descubre que, incluso en las cañerías más profundas, siempre acaba oyéndose el ruido del agua.
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Español e hispanófilo. Comprometido con el renacer de España y con la máxima del pensamiento para la acción y con la acción para repensar. Católico no creyente, seguidor del materialismo filosófico de Gustavo Bueno y de todas las aportaciones de economistas, politólogos y otros estudiosos de la realidad. Licenciado en Historia por la Universidad de Oviedo y en Ciencias Políticas por la UNED