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Pedro Sánchez, acróbata del poder y maestro de la metamentira, camina cada vez más sobre la cuerda floja de la política. Con el peso de las investigaciones judiciales, las exigencias de Puigdemont y su necesidad desesperada de mantener al PSOE en pie, su actuación se convierte en un espectáculo tan entretenido como desconcertante.

Los aplausos son cada vez más sordos a fuer de coreanos, pero Sánchez sigue adelante o hacia abajo, moviendo las fichas de un tablero donde las prioridades parecen ser siempre las suyas.

El escándalo que nunca cesa

Begoña Gómez, su esposa, entrena intensamente su protagonismo en esta tragicomedia. Tomó «prestada» una plataforma de la Complutense y, con un golpe maestro, la registró a su nombre. Pero claro, todo en nombre de la educación, ¿no?

Mientras tanto, David Sánchez, su hermano, aparece como el clásico personaje secundario: un modesto coordinador de conservatorios que, curiosamente, consiguió un puesto de cuyo contenido y ubicación ni él mismo sabe, en la Diputación de Badajoz justo cuando Pedro brillaba en Moncloa. Pura casualidad, sin duda.

Y como guinda del pastel, tenemos al fiscal general, Álvaro García Ortiz, que parece haber olvidado que los secretos son, bueno, secretos. ¿Revelarlos? Sólo un pequeño desliz técnico. Un elenco digno de una serie que mezcla intriga, comedia y drama en partes iguales.

Puigdemont, el coreógrafo en las sombras

Pero el baile no termina aquí. Carles Puigdemont, el prófugo director de esta sinfonía caótica, marca el ritmo desde Bruselas, capital que acoge todo lo antiespañol que por el mundo vaga. Y Sánchez, fiel a su instinto de supervivencia, sigue sus pasos con torpeza. No puede permitirse pisar el suelo, y para ello, necesita a todos los figurantes posibles.

Así que, en lugar de castigar a los críticos, les ofrece un papel en el espectáculo. García-Page en Castilla-La Mancha, ese eterno disidente con bondadoso gesto justiciero, sigue en el escenario. Y Miguel Ángel Gallardo, señalado por los tejemanejes en Badajoz, recibe un abrazo político que huele más a necesidad que a afinidad y, cómo no, al pago por los servicios prestados al «hermanísimo».

Asturias: los problemas bajo la alfombra

En Asturias, la partitura no varía mucho. Adrián Barbón, cánido fiel y previsible, sigue al frente. Lastra, que parecía querer retomar protagonismo, queda fuera del cuadro. Sánchez no quiere sorpresas, y Barbón le ofrece estabilidad.

¿Y los problemas de Asturias? Bah, eso es música de fondo. La caída industrial sigue imparable, el campo agoniza, y los millones para la «llingua» de Riaño se justifican como un esfuerzo cultural. Mientras tanto, los asturianos asisten a este concierto desafinado con resignación.

El estribillo final

Pedro Sánchez toca una melodía que suena más a improvisación que a sinfonía. Cada decisión, cada concesión, cada silencio tiene el ritmo monótono de alguien más preocupado por sobrevivir que por liderar. La unidad del PSOE se convierte en su obsesión, mientras las regiones lidian con una realidad que no encuentra espacio en su partitura.

En esta obra, Sánchez no dirige una orquesta, sino un grupo de solistas disonantes que tocan para su propio beneficio. Y nosotros, los espectadores, seguimos escuchando, esperando que, quizá algún día, la música cambie.

Aunque por ahora, todo parece un bucle que repite la misma triste canción.