Imagen de portada: asistentes al acto del pasado día 12 en el Club de La Nueva España. Foto: LNE.
Cuando el poder se exhibe sin jerarquía clara, no está celebrando su fuerza: está administrando su fragilidad.
El Club LA NUEVA ESPAÑA se quedó pequeño, pero no por fervor ciudadano ni por hambre de ideas, sino por algo más revelador: el poder había decidido mirarse a sí mismo, es decir, no a Asturias sino a sus propios intereses. Y cuando el poder se mira, no debate; se reconoce, se mide y se protege.
El imán del acto: Moncloa
El motivo tenía nombre, despacho y función precisa: Manuel de la Rocha, director de la Oficina Económica de la Presidencia del Gobierno. No un ministro, no un portavoz. El operador. El hombre que convierte el discurso de Pedro Sánchez en promesas industriales, rescates empresariales y proyectos “tractores” que sostienen el relato cuando la política empieza a flaquear.
Ese fue el verdadero imán del acto. No el formato ni la retórica optimista: Moncloa.
El selectorado regional no acudió a escuchar diagnósticos: acudió a posicionarse.
Los presentes: el mapa humano del poder efectivo
Por eso estaban allí Adrián Barbón, presidente del Principado; Juan Cofiño, presidente de la Junta General; Gimena Llamedo, vicepresidenta; y consejeros clave como Guillermo Peláez (Hacienda), Borja Sánchez (Ciencia) y Alejandro Calvo (Movilidad).
Por eso acudieron también Nieves Roqueñí (El Musel), Patricia López (Idonial), Carlos Paniceres y Félix Baragaño (Cámaras de Comercio), junto a Ángeles Santianes (DuPont), Sabino García (TSK) o Javier Sáenz de Jubera (TotalEnergies). Nadie por cortesía. Todos por cálculo.
El papel de LA NUEVA ESPAÑA: cable de enganche institucional
LA NUEVA ESPAÑA, con Gonzalo Martínez Peón, Ángeles Rivero y Marcos Alonso como anfitriones, ejerció el papel que mejor domina: servir de plataforma segura entre el poder central y el selectorado regional. Un espacio sin sobresaltos donde Moncloa puede hablar y el poder territorial puede escuchar.
El empresariado no acudió a escuchar planes sobre Asturias, sino a ser visto por quien aún concentra capacidad de decisión en Madrid.
La razón es conocida: el Gobierno de Sánchez entra en una curva descendente, marcada por la acumulación de escándalos de corrupción, episodios de acoso que erosionan la autoridad moral del Ejecutivo y una creciente fatiga de legitimidad.
En este contexto, De la Rocha no simboliza expansión, sino contención estratégica.
Barbón estaba. Pero el acto no era suyo.
Adrián Barbón estuvo presente. Y ese matiz no es menor. Pero tampoco lo es otro: no fue el eje del acto.
Compartió escena, compartió foco, compartió relato. En política, cuando el presidente no ordena la fotografía, sino que se integra en ella, el mensaje es claro: el liderazgo se gestiona con subordinación.
No a Sánchez directamente, sino a su enviado. Un enviado, Manuel de la Rocha, cuyo papel en Moncloa está siendo cuestionado por Margarita Robles y María Jesús Montero tanto como por los rescates de Air Europa y Plus Ultra.
El poder regional acompañó, mientras el atractivo real del acto seguía siendo la conexión directa con Moncloa. Es la lógica del momento: permitir la escenificación sin cargar con todo su peso político.
Un éxito defensivo
El acto fue un éxito, sí. Pero no un éxito expansivo. Fue un éxito defensivo: el de un poder que todavía se sostiene, pero que ya ha empezado a repartir responsabilidades, focos y humo de promesas. Cuando la jerarquía se difumina, no se trata de pluralidad: se trata de cautela.
El poder fuerte manda.
El poder prudente comparte.
El poder que declina, administra ostentosamente cada gesto.
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Español e hispanófilo. Comprometido con el renacer de España y con la máxima del pensamiento para la acción y con la acción para repensar. Católico no creyente, seguidor del materialismo filosófico de Gustavo Bueno y de todas las aportaciones de economistas, politólogos y otros estudiosos de la realidad. Licenciado en Historia por la Universidad de Oviedo y en Ciencias Políticas por la UNED