Asturias Liberal > Asturias > Discursos del socialismo que suplantan su responsabilidad

Imagen de portada: Adrián Barbón, durante el XX Foro de Asociaciones de Mujeres. Foto de El Comercio. 


Es éste uno de los momentos en los que el lenguaje deja de describir la realidad y pasa a sustituirla. No para explicarla mejor, sino para evitar afrontarla. Eso es lo que ocurre cuando la grandilocuencia ocupa el lugar de la acción, cuando los males propios se diluyen en diagnósticos universales y cuando la exigencia moral se proclama más que se ejecuta.

Tres hechos comunicativos
  • La grandilocuencia como sustituto infeliz de la acción (Barbón).
  • La dilución de los males propios como males generales (Barbón).
  • La exigencia de que el partido se exija a sí mismo acudir a Fiscalía (Natalia González).
1) La grandilocuencia: cuando hablar sustituye a gobernar

Las palabras de Adrián Barbón encajan en ese patrón con precisión quirúrgica. Mucha épica. Mucha apelación al “momento histórico”, al “clima social”, a un “Me Too” entendido como atmósfera total. Todo muy solemne. Todo muy elevado. Pero extrañamente huérfano de medidas concretas.

Cuando el discurso se vuelve grandilocuente sin ir acompañado de decisiones verificables, deja de ser liderazgo y se convierte en anestesia retórica. Se habla alto para no rendir cuentas.

Si no hay decisiones, el discurso no es guía: es pantalla.

2) Diluir lo propio: el truco de convertir un fallo en “un mal de todos”

La segunda operación es aún más conocida: convertir un problema propio en un mal universal. Si el acoso es “de la sociedad”, entonces deja de ser un fallo del partido. Si ocurre “en todas partes”, entonces nadie responde aquí. Es una maniobra vieja, eficaz y profundamente irresponsable.

Porque los contextos existen, sí; pero las decisiones también. Y gobernar consiste precisamente en responder por lo que depende de uno, no en disolverlo en un océano de explicaciones sociológicas.

3) Fiscalía: la prueba real de coherencia

El tercer hecho introduce una grieta interesante. Cuando Natalia González exige que el propio partido acuda a la Fiscalía si hay indicios de delito, no está haciendo un gesto retórico: está formulando una exigencia incómoda. O el PSOE se somete a los mismos estándares que predica, o su discurso moral se vacía por completo.

No hay término medio. O hay hechos, documentación, colaboración judicial y consecuencias reales —incluidos aforamientos—, o solo hay liturgia.

La diferencia no es de tono: es de dirección. Uno eleva el relato para amortiguar el golpe; la otra baja al terreno donde el poder se prueba: procedimiento, ley y consecuencias.

La pregunta que mata la propaganda

La política no se mide por lo bien que se habla cuando estalla una crisis, sino por qué se hace cuando el relato deja de proteger. Las sociedades maduras no piden líderes indignados; piden instituciones que funcionen. No reclaman proclamas morales; reclaman mecanismos que no miren hacia otro lado durante meses.

Y al final, siempre queda la misma pregunta incómoda —la que separa la democracia adulta del teatro—:

¿Qué han hecho exactamente, quién lo ha hecho y qué consecuencias asume?

Cuando esa pregunta no tiene respuesta, el problema ya no es el acoso. Es el poder.


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