Los incendios remiten pero el desastre, el dolor y los lamentos perviven. Y con ellos el caos de explicaciones, el vaivén de hipótesis sobre las causas o los causantes.
Es difícil explicar el nivel de impotencia y de indignación que se ha vivido en Asturias estos últimos siete días.
Mientras desde el medio rural se alzaban voces implorando la vuelta a las rutinas tradicionales de control de incendios, el presidente asturiano, Adrián Barbón, culpaba al 100% a una «estrategia coordinada» que tildó de «terrorista». Qué fácil resulta ocultar los hechos que se dan antes de los desastres. En los pueblos se ha dicho siempre que «los incendios se apagan en invierno», en alusión a las tareas de limpieza y desbroce de matorral que limita y ayuda a controlar en gran medida el desastre cuando este se declara.
Pasando las horas el consejero de Medio Rural, Alejandro Calvo, rebajaba la expectativa de la sugerente idea de que haya algo como un «grupo terrorista» atacando Asturias. Los incendiarios han hecho de las suyas, sin duda, pero sabiendo bien que lo hacían en el momento perfecto para hacer el mayor daño posible.
Un momento donde la climatología sumaba riesgo extremo al riesgo, igualmente destructivo, que aporta la arrogancia fatal de quienes han invertido las prioridades a la hora de proteger montes y vidas humanas. Veamos por qué.
Muchas de las políticas que se han diseñado desde los despachos para el medio rural no han contado con la participación y escucha activa de las opiniones y saberes de los pobladores rurales, y eso es un enorme error.
Los incendios se apagan en invierno significa sencillamente que los habitantes de pueblos y aldeas asturianas, que son los primeros interesados en que no se quemen sus montes, llevan siglos de prácticas comunales de limpieza.
Trabajos cooperativos con instituciones de ayuda mutua y cuidado que no evitaban los incendios (nunca habrá una situación de incendios cero), pero que sí limitaban su propagación.
Pero en los últimos quinquenios se ha implantado en los gobernantes de Asturias la idea descabellada de que los montes hay que mantenerlos «como están», permitiendo que los ecosistemas preserven su dinámica y que esos sotobosques o bosques degradados (cuantos más incendios, más degradación arbórea), que son el tren de alta velocidad de las llamas, sigan siendo lugares protegidos.
Unos montes, esos, que en gran parte eran comunales. Montes de todos los vecinos y que todos los vecinos se encargaban de cuidar porque son suyos y porque no desean incendios. Ya no los cuidan porque no se les permite hacerlo. Montes comunales que han dejado de ser comunales para ser montes públicos, de gestión del Principado.
Es de este modo como el ecologismo político, desmedido aspirante a la supremacía, consigue que el gobierno del Principado pueda ampliar zonas protegidas, que son, a la postre, montes desprotegidos ante el fuego.
Y hay algo más de preocupante en todo esto. Aún cerrando la posibilidad de que sean los propios vecinos los que ordenadamente y sin riesgo de sus vidas limpien la maleza del monte cuando éste no quema, el gobierno del Principado pudo, por sí mismo, hacer más.
Se ha quedado sin gastar en 2022 la cantidad de seis millones € en la partida presupuestaria de prevención y se han quedado en las cocheras los recientemente adquiridos camiones cisterna. ¿Hacen falta más razones para aclarar de una vez por todas que la burocracia mata, que la ideología prepotente mata, que la arrogancia fatal mata?
Y en esas circunstancias, permítanme el desahogo: es una burla cruel que el consejero Alejandro Calvo se sienta orgulloso de que los vecinos hayan ayudado, ahora sí, a la extinción. Dijo este personaje: «los propios ganaderos con sus cubas. Pudimos ver 20 cubas en Navelgas defendiendo el contrafuego que se hizo para la zona de El Villar». Después del desastre, lo más doloroso es tener que leer estas cosas.
Fatal arrogancia que F.A. Hayek señaló como germen de desajustes y crisis en su obra La fatal arrogancia, los errores del socialismo tiene un episodio más en Asturias, donde esa arrogancia quema.
Español e hispanófilo. Comprometido con el renacer de España y con la máxima del pensamiento para la acción y con la acción para repensar. Católico no creyente, seguidor del materialismo filosófico de Gustavo Bueno y de todas las aportaciones de economistas, politólogos y otros estudiosos de la realidad. Licenciado en Historia por la Universidad de Oviedo y en Ciencias Políticas por la UNED