(Artículo de Hugo Vázquez Bravo publicado en La Crítica)
Tan solo unas pocas generaciones atrás, este escrito quizá hubiera sido innecesario.
Es probable que no se conocieran todos los detalles concretos, que no se recordasen las fechas exactas e, incluso, que muy pocos supieran discernir entre lo real y lo figurado, pero, a grandes rasgos, no había español que no supiera que en Covadonga se detuvo el avance islámico en la península, que en Navas de Tolosa se invirtió la balanza de poder de forma definitiva entre musulmanes y cristianos, que en la victoria de Salado por primera vez se hizo uso de la pólvora y, cómo no, que en Clavijo se reafirmó el vínculo entre España y el apóstol Santiago.
Según dicta la leyenda, en el año 844 el rey Ramiro I de Asturias y su ejército, al mando de Sancho Fernández de Tejada, acudieron a la guerra contra Abderramán II. Luchaban por librarse de pagar impuestos a los musulmanes y, en especial, para poner fin al tan denigrante tributo de las cien doncellas.
La entrega de estas cien vírgenes servía implícitamente como reconocimiento de la supremacía en la península del emirato de Córdoba. Fueron sorprendidos por el enemigo en torno a Nájera y ampliamente superados en número, sufrieron una triste derrota, viéndose obligados a replegarse al abrigo de un collado de nombre Clavijo.
Aquella misma noche un sueño dulcificó el pesar del monarca asturiano, pues el apóstol Santiago le anunció que comparecería en el combate al día siguiente y descendiendo del cielo a lomos de un caballo blanco, portando un estandarte del mismo color, capitanearía una victoria rotunda sobre los infieles. Aquella visión se hizo realidad y los cristianos obtuvieron el éxito prometido. En señal de agradecimiento, en los territorios de Asturias, Galicia, León y Castilla se reconoció el patronazgo militar del apóstol y se instituyó el “voto de Santiago”, mediante el cual se comprometían a entregar a su templo en Compostela el fruto de las primeras cosechas y vendimias, así como una parte de los botines en las victorias venideras.
Los historiadores que han estudiado este episodio tan relevante, han puntualizado cada uno de los errores o imprecisiones que contiene este relato, las invenciones que apuntalan el mito. Así pues, parece que fue el rey Ordoño I y no su padre quien obtuvo tal éxito, y no en Clavijo sino en Albelda unos años más tarde, en el 859; y que, incluso, nunca existió la obligación de entregar tal número de jóvenes a ninguna autoridad musulmana.
No obstante, ya fuese en ese momento o fruto de esta leyenda, la realidad innegable es que Santiago, aclamado como matamoros, se asumió como el representante de buena parte de los españoles católicos ante Dios. De poco sirvió que autores como Berceo reclamasen ese honor a favor de San Millán de la Cogolla, a quien también se le representa en algunos cuadros cabalgando sobre los cadáveres de los musulmanes vencidos. Además, Castilla se convertiría con los años en el principal reino de la península Ibérica y, del mismo modo, esta advocación terminaría imponiéndose a San Jorge, patrón de Aragón y Portugal, siendo reconocida su supremacía en España por el rey Felipe IV en 1643.
La belleza de esta leyenda es igualmente innegable y, como es conocido, la hermosura es contagiosa e inspiradora. Han sido muchos los que repararon en los paralelismos entre la misma y lo concerniente a otra batalla que muchos siglos después se libró en la ficción literaria, la de Cuernavilla, en El Señor de los Anillos, sin duda uno de los libros de mayor repercusión del siglo pasado.
En su narración, J. R. R. Tolkien pareció querer calcar punto por punto lo sucedido en Clavijo en su abismo de Helm, en este caso haciendo que el protagonista de la apoteósica cabalgada fuese uno de los grandes personajes de su universo, el mago Gandalf.
Sobre este particular no hay evidencia documental y, sin embargo, algunos especialistas en su obra han señalado que el citado mago blanco era todo un homenaje, habiéndole servido de modelo una de las personas que más repercusión tuvieron en su vida, al hacerse cargo de él y de su hermano cuando quedaron huérfanos y haber sufragado su educación: el sacerdote católico Francisco Javier Morgan Osborne.
Este último había nacido en el Puerto de Santa María y era hijo de un bodeguero galés y de la hija nacida en España del fundador de las bodegas Osborne. A los ocho años se trasladó a Inglaterra, pero de la impronta española y materna dan buena prueba que decidiese abrazar el catolicismo frente al anglicanismo paterno, y que su familia le conociese cariñosamente como el tío Curro.
Suya fue la primera biblioteca que los hermanos Tolkien pudieron consultar y entre los libros que formaban parte de ella caben destacar los escritos por la tía materna de Francisco, Cecilia Böhl de Faber, quien bajo el pseudónimo de Fernán Caballero, brilló por la defensa de la tradición en España, la monarquía y el catolicismo. Curiosas coincidencias todas ellas.
Retomando el hilo de lo anterior, desde aproximadamente los tiempos de la batalla de Clavijo no hubo lid en que entrasen tropas de la gran Corona de Castilla y luego españolas en que no se “apellidase” al apóstol pidiéndole protección y gloria. La fórmula más conocida, la de “Santiago y cierra España”, parece una invención así mismo literaria que data del siglo XVII y que, entre otras obras, aparece mencionada por boca del mismo Don Quijote en la inmortal novela de caballería de don Miguel de Cervantes. Pero que no se utilizase ex profeso dicha sentencia no implica que no fuera así.
Curiosamente, el primer general de un ejército español y estatal que hubo de luchar lejos de las fronteras de este país, en Italia, fue un cristiano nacido en Córdoba. Éste era conocido como por todos y pasó a la posteridad con el sobrenombre del Gran Capitán. A él se le considera el padre y forjador de los famosos Tercios y, como demuestra el contenido de las crónicas que recogieron sus hechos, tanto las editadas por Antonio Rodríguez Villa como la que se compuso en torno al año 1505 y tuve el placer de participar en una reciente edición y estudio, al punto de entablar combate, él y sus hombres gritaban orgullosos las palabras “España” y “Santiago”, patria y patrón, a las que solían añadir una tercera no menos importante para ellos: “victoria”, pues era el fin que perseguían contra los franceses.
No les falló el apóstol entonces y no dejó de hacerlo en muchas décadas posteriores. Aquellas coronelías pasaron como he dicho a ser denominados Tercios y junto a la caballería de las Guardas de Castilla señorearon en los campos de batalla de Europa, combatieron al islam en el Mediterráneo, dieron el salto al Nuevo Mundo con la intención de evangelizarlo, y hasta alcanzaron las tierras del Sol Naciente. En todas esas proezas los españoles le tuvieron presente y obtuvieron su firme apoyo.
Doctor en Historia por la Universidad de Oviedo