Un Estado es una realidad material en la que se asientan los grupos de individuos, que nunca viven como tales, como átomos. Sin una sociedad política que organice, jerarquice y ordene a los individuos, estos son incapaces de generar cohesión, bienestar y protección. Y esa sociedad política, en su expresión históricamente más eficaz y decisiva es el Estado.

Pero si el papel del Estado fuera solamente generar cohesión y bienestar puede afirmarse claramente que tal Estado solo existiría como apéndice de otros Estados. El Estado debe proteger sus fronteras por sí mismo en una medida alta. Siempre deberá tejer alianzas para apoyar esa defensa, pero cuanto más capaz sea de defenderse por sí mismo, es claro que menos dependencia de intereses ajenos sufrirá. No tener esto en cuenta lleva a perder el norte de que la ideología (democratismo, liberalismo, fascismo, etc.) es función del Estado y no a la inversa. Compartir un fundamentalismo con otros Estados no es más importante para los ciudadanos que preservar los intereses reales de su propio Estado.

España es una nación y nos debemos apoyar en esta realidad para ejercer una mirada crítica al estado de nuestro Estado.

El modo de organización política surgida de la Transición Española presentó una apariencia de armonía que desembocaría en otra armonía mayor llamada democracia. El gobierno del pueblo, del demos, se habría alcanzado y no solamente se solucionarían los problemas de convivencia (cumpliríamos el papel estatal de lograr cohesión) sino que se alcanzarían cotas de bienestar y, sobre todo, de consumo, jamás logradas. Todo estaría cumplido porque habríamos alcanzado el estado de “democracia”. Habría, por todo ello, una incierta implicación biunívoca:

¿Democracia implica cohesión, tanto como cohesión implica democracia? En esta supuesta identidad hay mucho de mito ideológico, de falsa conciencia, por tanto, y de campo abonado a las diversas corrupciones que campan desde el mismo momento de la Transición y que hoy se han acentuado.

Una identificación, ésta, contradicha por el modo en que se operó el entramado de la Transición. La perla de la contradicción se colocó en el título VIII de la Constitución que establece el fraccionamiento territorial de España. El término fraccionamiento no es baladí ni exagerado. Alude directamente al componente identitario que hay en cada una de las autonomías. Y ocurrió así justamente porque, como reconoció uno de los “padres de la Constitución del 78”, Gabriel Cisneros, se redactó esa parte del texto constitucional “mirando de reojo a ETA” y, podemos decir, por extensión natural, a Cataluña.

Mirar de reojo a los nacionalismos fraccionarios preexistentes a la Guerra Civil, nacionalismos identitarios, para “darles cabida en la Constitución” (fraseología ésta muy en boga en los años ochenta y noventa), supuso confirmarlos, darles carta de existencia jurídica, política y cultural, diferenciadas de España.

La vocación de esos nacionalismos no es acomodarse al todo, sino tensar continuamente la cuerda que se imaginó suficiente para mantenerlos en España. Los hechos hablan sobradamente: ETA desató una vorágine mayor de muerte en democracia que en el tardofranquismo y Cataluña intentó la secesión en 2017. Hoy ETA está ideológicamente blanqueada y persiguiendo los mismos objetivos por medios políticos servidos en bandeja por la conjugación de un PNV fuerte en las Vascongadas y una representación nacionalista vasca sosteniendo al actual gobierno de la nación. Los nacionalistas de la Izquierda Republicana de Oriol Junqueras y de Juntos por Cataluña de Carlos Puigdemont ya han dicho lo de “lo volveremos a intentar”.

Respecto a las otras 15 autonomías la situación también empeoró. Allí donde se pudieron rescatar restos de lenguas minoritarias o elevar meros dialectos a categorías de lenguas, se hizo y se acelera el proceso. Allí donde se encuentran piezas del patrimonio cultural y arqueológico relativo a los tramos de historia común de España (es decir, toda), se convierten en patrimonio histórico de Asturias, Andalucía, León, Valencia, Cataluña, etc.

Y se hace todo esto sin ruborizarse ante el hecho histórico de que estas entidades regionales no existían como comunidades políticas configuradas en las fechas de datación. Y sin ningún complejo se echa mano de la «identidad cultural» de cada autonomía para apropiarse de lo común y poner cada tramo de éste al servicio de la burocracia (el 60% de los funcionarios públicos son, hoy, autonómicos) y de las amplias élites políticas regionales.

No es necesario extenderse más sobre el fraccionamiento de la identidad común de España para concluir que la premisa que identifica democracia y cohesión es, al menos en el caso de España, falsa. Por tanto, el presente de ruptura social-territorial corrompe la idea inicial de integración que se les prometió a los españoles. Las apropiaciones parciales de recursos de todos son corrupción.

Lo pernicioso de este fundamentalismo democrático es que, como mito, no cede ante los hechos. Sigue implantado en el imaginario oficial que la democracia está realizada en el “alma” de todo esto que practicamos, cuando lo que existe es una técnica más de poder revestida de falsa santidad.

Joaquín Santiago